La emergencia de movimientos ambientales (o, como denominaremos en este trabajo, socioambientales), principalmente en forma de asambleas de vecinos autoconvocados, proliferó en Argentina desde los inicios del siglo XXI, pero existen experiencias previas de colectivos sociales de similares características, principalmente en la Patagonia argentina y en el noreste del país.
En las décadas previas, se destaca la presencia de otras formas de organizaciones ambientales: organizaciones no gubernamentales (ONGs), fundaciones, asociaciones ecologistas, entre otras. Consideramos que la conformación de movimientos socioambientales (asambleas) renovó el contenido de la causa ambiental y permitió el acercamiento y vinculación entre demandas ambientales y las de otras organizaciones y movimientos sociales.
¿Cuáles fueron las causas que impulsaron su formación? Podemos dar cuenta de una serie de factores que se combinaron para potenciar su emergencia. Por un lado, la politización de la cuestión ambiental que venía emergiendo a escala global, en conjunción con una realidad argentina de crisis política, social y económica que va a tener su pico en los acontecimientos de diciembre de 2001. Sumado a ello, la preocupación de ciertas comunidades por cuestiones ambientales que las afectaban directamente, lo cual se diferencia sustancialmente de los temas que anteriormente habían sido claves para el ecologismo/ambientalismo, con escala global –la reducción de la capa de ozono, el efecto invernadero– o con afectación concreta sobre algunas especies vegetales y animales emblemáticas y/o ecosistemas que debían protegerse. Las actividades que este ambientalismo situado denuncia, llegan con el potencial de afectar directamente las formas de vida y producción de poblaciones cuyos integrantes mayoritariamente no se habían sentido convocados por las banderas del ecologismo previo y que, sin embargo, van a llevar adelante una lucha que le va a permitir un “giro de proximidad” a la cuestión ambiental.
Este trabajo se enmarca en el debate sobre la ambientalización de los conflictos sociales (Leite Lopes, 2006; Acselrad, 2010), que designa al proceso de adopción de un discurso ambiental genérico por parte de los diferentes grupos sociales, o la incorporación concreta de justificativas ambientales para legitimar prácticas institucionales, políticas, científicas, etc. Emerge también en Argentina una argumentación ambiental cuyo papel es central en la conformación de la legitimidad de determinadas políticas públicas (Carman, 2011).
La noción de conflicto socioambiental (y su correlato, movimiento socioambiental), tomó forma en el devenir de los conflictos que emergían en torno a disputas ambientales en Argentina, principalmente desde mediados de la década de 1980. Como varias de las conceptualizaciones que han surgido en América Latina en torno a estos procesos, se trata de un concepto híbrido, en el sentido de que es muy difícil establecer si surgió desde los movimientos, desde la academia, o desde el diálogo entre ambos.
Los movimientos de vecinos que surgieron en Argentina en las últimas décadas, resistiendo a proyectos y actividades extractivas[1], aceptan o autoproclaman la denominación socioambiental. Esta noción hace hincapié en la imposibilidad de separar las problemáticas que afectan al ambiente del perjuicio social que implican, por un lado, y de la estructura social y política que las origina, por otro (Wagner, 2014). Los problemas ecológicos, con sus limitaciones, se debaten incluso institucionalmente en el marco de las evaluaciones de impacto ambiental. Sin embargo, los impactos sociales, cada vez más reconocidos por la bibliografía crítica sobre conflictos ambientales, incluyen, entre otros, disputas por la licencia social de los proyectos mineros (Wagner, 2012), fragmentación de comunidades, y sufrimiento de diferentes tipos de violencia (Cerutti, 2017; Navas, Mingorria y Aguilar‑González, 2018). Estos aspectos se debaten en diversos espacios y en relación a diferentes temas (participación, derechos humanos, etc.), pero no se reconocen como potencial consecuencia directa de la instalación de un proyecto. La propia consideración de estos temas en las discusiones relativas a los impactos de un proyecto, es un campo central de disputa en los conflictos socioambientales. Esto hace que muchos movimientos se autodenominen socioambientales, intentando despegarse del ecologismo conservacionista o tecnocrático[2], buscando resaltar con el prefijo socio los aspectos que desde sectores empresariales y de gobierno se intentan evitar en los debates, y que las comunidades consideran centrales, ya que se trata de las afectaciones más directas a su vida cotidiana.
El principal aporte al debate ambiental que han realizado los movimientos socioambientales en Argentina ha sido posicionarse desde un ambientalismo situado: han introducido demandas y debates de carácter ambiental –contaminación, impactos ambientales, etc.–. pero vinculándolas a sus propios modos de vida, y resaltando no sólo las afectaciones en el ambiente, sino también los impactos en las relaciones sociales y en la vida cotidiana de sus comunidades. Investigaciones previas han destacado la necesidad de teorías de los ambientalismos desde el sur global, dando cuenta de ambientalismos situados y en red, para comprender, por ejemplo, por qué ciertos argumentos exitosos en otros ambientalismos no funcionan en nuestros contextos como discursos movilizadores (Lawhon, 2013). Por su parte, este trabajo se sitúa desde la ecología política latinoamericana. Una característica de nuestros territorios, que Héctor Alimonda (2011) ha sido pionero en resaltar, es la persistente colonialidad que afecta a la naturaleza latinoamericana. “El trauma catastrófico de la conquista y la integración en posición subordinada, colonial, en el sistema internacional, como reverso necesario y oculto de la modernidad, es la marca de origen de lo latinoamericano” (p. 21). Alimonda destaca así el papel relevante de la historia, y el diálogo y realimentación necesaria entre la ecología política latinoamericana y otra área de reflexión, la Historia Ambiental. Tomando como punto de partida estas reflexiones, buscamos situar en la historia reciente del ambientalismo argentino, a un movimiento socioambiental que, como destacamos, dotó de nuevos elementos, renovó y amplió el debate ambiental existente en el país.
La bibliografía existente sobre las organizaciones ambientales en Argentina, nacidas en la segunda mitad del siglo XX, es mucho más reducida que la existente sobre conflictos y movimientos socioambientales del siglo XXI.
Algunos autores, como Abers, Gutiérrez, Isuani y von Bülow (2013) destacan la existencia de tres grandes fases para caracterizar el ambientalismo argentino. En la primera de ellas (1970–1991) es creada la Secretaría de Recursos Naturales y Ambiente Humano (SRNAH), durante el tercer gobierno de Juan Domingo Perón (Partido Justicialista/PJ), en 1973. El ambientalismo social era aún incipiente, pero existían algunos actores “cuyas voces calificadas participaban del debate internacional sobre ambiente, como es el caso de la Fundación Bariloche, creada en 1963, y de la Asociación Argentina de Ecología, creada en 1972” (Abers et al., 2013, p. 11).
El pionero trabajo de Scott Maiwaring, Eduardo Viola y Rosa Cusminsky (1985) sostiene que las asociaciones ecológicas constituyeron actores importantes en la transición a la democracia. Si bien previamente afirmamos que los movimientos socioambientales, principalmente desde los inicios del siglo XXI, han renovado el ambientalismo argentino al incorporar debates políticos, económicos y sociales, este proceso venía gestándose desde décadas previas. La politicidad de las primeras asociaciones ecologistas del país –aún en un contexto post-dictadura– es destacada por Maiwaring, Viola y Cusminsky. Estas asociaciones ecológicas surgieron durante el régimen militar, por lo cual, el movimiento habría enfocado los problemas de salud y de estilo de vida, manteniéndose “apolítico” debido a la severa represión[3]. La caída del régimen autoritario habría permitido su politización y rápido crecimiento. Destacan que, tal fue el impulso adquirido que, en una primera conferencia nacional de asociaciones ecológicas, en agosto de 1984, se propuso discutir la creación de un Partido Verde[4]. Los autores afirman que estas asociaciones ecológicas cuestionaron la cultura política semidemocrática y trajeron a la arena política nuevos valores, perspectivas, métodos y enfoques, enfrentando también muchos obstáculos y problemas (Maiwaring, Viola y Cusminsky, 1985).
Maiwaring, Viola y Cusminsky destacan, además, otro aspecto que es central para nuestra discusión sobre la importancia de analizar los movimientos socioambientales como ambientalismos situados. Los autores admiten la notable influencia del movimiento ecológico internacional sobre las expresiones surgidas en Latinoamérica, pero destacan las diferencias que los caracterizan: en países como Argentina, el movimiento enfrenta los dilemas producidos por el intento de tratar asuntos ecológicos en sociedades que todavía tienen niveles significativos de pobreza. “Esta circunstancia suscita problemas vinculados a la relación que pueden tener con las clases populares, por cuanto estas tienen necesidad de incrementar en lugar de disminuir los niveles de consumo” (p. 51). Según estos analistas, el movimiento ecológico tuvo un impacto limitado sobre la política pública, una base social media y un número pequeño de participantes. Ello coincide con lo relevado por Abers et al. (2013), que, si bien destacan que en 1984 se llevó adelante la primera reunión nacional de organizaciones no gubernamentales (ONGs) ambientalistas en Alta Gracia (Córdoba), congregando a representantes de más de 80 organizaciones de todo el país, más allá del aumento en su cantidad, la incidencia de las organizaciones ambientalistas en la política pública siguió aún siendo escasa.
Una organización que fue muy importante para la conformación de redes de apoyo y para la circulación de información entre diferentes organizaciones ambientales fue RENACE, la “Red Nacional de Acción Ecologista”. Surge en 1985 como un proyecto para reunir organizaciones ambientales de toda la Argentina y, para el año 2003, contaba con 79 organizaciones (Velázquez García, 2003). Se trata de un antecedente de la “Unión de asambleas ciudadanas” (UAC), que va a organizarse en 2006.
Carlos Reboratti (2007) destaca también la existencia en el país de organizaciones no gubernamentales profesionales, considerando que las dos más importantes han sido “Fundación Vida Silvestre” (FVS) y la “Fundación Ambiente y Recursos Naturales” (FARN). La FVS se concentra en la protección de la fauna en peligro de extinción; por su parte, la FARN, está dirigida a temas de legislación ambiental[5]. Sumado a ello, la organización ambientalista institucionalizada no gubernamental que ha tenido mayor figuración ha sido la oficina nacional de una ONG internacional, Greenpeace[6].
La fase siguiente va de 1991 a 2003, y se caracteriza por una mayor jerarquización burocrática de la máxima organización ambiental nacional, la sanción de una profusa legislación propiamente ambiental y la continuidad del crecimiento de organizaciones sociales vinculadas con el ambiente, pero con poco contacto o escaso impacto en la política estatal (Abers et al., 2013). La última fase (2003–2013), que es la que detallaremos en este trabajo, es la caracterizada por estos autores como el “encuentro” entre el ambientalismo social y el ambientalismo estatal, “haciéndose visible el impacto del primero sobre el segundo a partir de una serie de conflictos ambientales” (p. 16). El elemento novedoso es la expansión de nuevas formas de organización social del tipo organizaciones de base, las cuales “componen actualmente, junto con las organizaciones de tipo más profesional, el heterogéneo universo de las organizaciones ambientales argentinas” (p. 16).
En el siguiente apartado describiremos la génesis de lo que en este trabajo hemos denominado ambientalismo situado, es decir, los movimientos socioambientales que se generaron en Argentina en el marco de conflictos ambientales, principalmente desde inicios del siglo XXI, pero con antecedentes previos.
La emergencia y visibilización del movimiento socioambiental de base comunitaria aumentó considerablemente durante la década de los 2000. El movimiento de vecinos autoconvocados –la asamblea– organizado en la localidad de Esquel, provincia de Chubut, Patagonia argentina, instalaría públicamente a este tipo de organizaciones, las asambleas de vecinos autoconvocados, en el campo del movimiento ambiental.
Estas asambleas habían sido actores novedosos desde mediados de los ´90, cuando, ante la crisis económica y política que vivía Argentina bajo los efectos del gobierno neoliberal de Carlos Menem, en múltiples barrios, especialmente de las grandes ciudades, se organizaron los vecinos para hacer frente, con estrategias autónomas, a los problemas que cada comunidad vivenciaba[7].
Este formato asambleario de organizaciones de vecinos reunió a personas con larga trayectoria en otros espacios de militancia, incluso político-partidarios, con otras personas que se sumaron por primera vez a un espacio autónomo de toma de decisiones; por lo que estas asambleas constituyeron novedosas experiencias de participación social. Posteriormente, este formato sería tomado también por vecinos que, en diferentes localidades de Argentina, se reunirían para hacer frente y resistir la instalación de ciertas actividades productivas y/o extractivas, cuyos potenciales efectos en cuanto a contaminación y afectación de los lugares de vida, lograron movilizar a las poblaciones locales.
En la década de los ´80, en pequeñas localidades patagónicas los vecinos fueron protagonistas de lo que hoy denominamos conflictos socioambientales. Las primeras fuentes con las que contamos para conocerlos han sido los relatos y sistematizaciones realizadas por sus propios protagonistas, como el libro pionero en el tema: “La Patagonia de Pie” (Chiappe, 2005).
Paralelamente a la emergencia de los movimientos socioambientales, el movimiento campesino en la región latinoamericana aumentó en organización, entre las décadas de 1980 y 1990. Con la llegada de los productos transgénicos, la soja potencia el avance de la frontera agrícola, ocasionando conflictos con los pobladores locales, desalojos y/o desplazamiento de pequeños productores y campesinos. El nacimiento del “Movimiento Campesino de Santiago del Estero” (MOCASE) se da justo en este periodo, constituyendo uno de los referentes del “Movimiento Nacional Campesino Indígena” (MNCI), que se conformará posteriormente, a mediados de la década de 2000 (Pinto, 2011).
Sumado a ello, desde la década de 1990 emergieron identificaciones indígenas que siguieron a la crisis del Estado de Bienestar continuada por reformas neoliberales, vinculadas también al nuevo impulso en la expropiación de recursos de uso tradicional y la sensación de vacío de ciudadanía producida por la retirada del Estado dador y protector, que caracterizaron la última década del siglo XX (Escolar, 2007). Ello también estuvo acompañado por la importante presencia del tema indígena en los debates internacionales y los consecuentes avances en materia de derechos indígenas, que en Argentina se materializó con la reforma constitucional de 1994, y la ratificación de tratados internacionales en esta materia.
El primer conflicto ambiental que llegó a la opinión pública a escala nacional fue el caso de Esquel, donde diversos sectores de la población local se organizaron en oposición a la instalación de un proyecto megaminero metalífero. A Esquel arribaron protagonistas de un conflicto previo: Gastre, en 1986, cuando un repositorio nuclear, también en Chubut, fue rechazado por movilizaciones sociales en Trelew y otras localidades patagónicas. En 2003, y ya habiendo realizado importantes movilizaciones previas, pobladores de Esquel llevaron adelante la segunda consulta comunitaria latinoamericana, que permitiría votar por el sí o no a la instalación de un proyecto minero metalífero (Weinstock, 2006; Walter, 2008). La primera había sido en 2002, en Tambo Grande, Perú (Alvarado Merino, 2008).
En Argentina, la conflictividad ambiental que se acrecienta desde inicios del 2000, se presenta como el correlato de ciertos acontecimientos de la década de 1990, caracterizada por el avance de las privatizaciones y la apertura a la inversión extranjera, pero también por el avance en legislación que plasmaba derechos ambientales e indígenas.
A continuación, desarrollaremos algunos conflictos emblemáticos en los cuales se organizaron movimientos socioambientales, que coordinaron acciones y desarrollaron originales estrategias para resistir a determinados proyectos, en diferentes territorios del país.
Existen en Argentina conflictos emblemáticos por el agua, tanto por manejo compartido –conflictivo– y por contaminación, que llevan varias décadas y aún no se arriba a una solución. En cuanto a ríos compartidos, el más destacado por su trascendencia pública es el conflicto entre las provincias de Mendoza y La Pampa. La provincia aguas arriba (Mendoza) es acusada por la provincia aguas abajo (La Pampa) de apropiarse del agua del río Atuel. A mediados del siglo XX Mendoza construyó los diques hidroeléctricos “Los Nihuiles”, que pronunciaron la crisis del agua en el oeste pampeano, expresándose en una alta migración y abandono de tierras. Ya para 1950 se habían organizado algunos movimientos de protesta en La Pampa, que posteriormente convergieron en grupos como la Fundación Chadileuvú, y, más recientemente y desde una perspectiva ambiental más general, Alihuén (Rojas y Wagner, 2016). Incluso en 1973, personas que integraban diversas organizaciones políticas, sociales y gremiales de Santa Rosa, capital provincial, conformaron la “Comisión pro defensa de los ríos interprovinciales” (D`Atri, 2017). A pesar de diversas demandas judiciales de La Pampa hacia Mendoza, que en los últimos años han incorporado figuras como la de daño ambiental y deuda ecológica, todavía no se llega a una resolución del problema, que viene acrecentándose con elevación a juicio y movilizaciones en La Pampa. Este es uno de los casos donde se observa que los actores movilizados en primera instancia fueron organizaciones formadas por profesionales, más restringidas al debate sobre el recurso hídrico y su desigual distribución. Con el correr de los años, este conflicto involucra también a organizaciones ambientales con una perspectiva ambiental más holística, y asambleas de vecinos de localidades pampeanas. Liliana Barboza (2017), destaca que el movimiento asambleario se materializa con el hito histórico recordado por los pampeanos, el corte de la ruta nacional 143 y 151, como una medida de reclamo hacia Mendoza, una de las primeras actividades de las “Asambleas en defensa de los ríos pampeanos”[8]. Este movimiento va a agregar nuevos elementos al reclamo que se venía gestando hace décadas: “Uno de los logros del movimiento asambleario fue problematizar e instalar en la agenda provincial los contrastes del este y oeste pampeanos, donde la población del oeste Pampeano solo representa un 4,9% del peso demográfico provincial. También, el surgimiento del movimiento asambleario pampeano deja al descubierto la lucha de poder en la escala provincial” (Barboza, 2017, p. 75).
Otro conflicto vinculado al agua, de muy larga data y, en este caso, relacionado a su contaminación, es la cuenca Matanza-Riachuelo, uno de los cuerpos de agua más contaminados del mundo, al sur de la ciudad de Buenos Aires[9]. Como en el caso del río Atuel, esta problemática vuelve a la escena pública en la década del 2000:
El 20 de junio de 2006, en una medida sin precedentes, la Corte Suprema de Justicia Nacional (CSJN) de la Argentina intimó al Estado nacional, a la provincia de Buenos Aires y al gobierno de la Ciudad de Buenos Aires para que, en un plazo de 30 días, presentaran un plan integrado de saneamiento de la cuenca Matanza- Riachuelo y un estudio de impacto ambiental sobre la actividad que desarrollan las empresas más contaminantes en el territorio. La decisión de la corte de reactivar una demanda judicial que había sido presentada dos años antes por vecinos afectados por la contaminación, estuvo en sintonía directa con el creciente protagonismo del caso Gualeguaychú[10] en la agenda política nacional (Merlinsky, 2013, p. 89).
Antes de ello, es importante destacar que parte de la contaminación del Riachuelo se vincula a la existencia del polo petroquímico Dock Sud y sus alrededores, al sur de la ciudad de Buenos Aires. Las primeras industrias se instalan a principios del siglo XX, y las mayores consecuencias sociales han recaído sobre la población de villas en las que habita población pobre y marginada, entre ellas “Villa Inflamable”. Sus pobladores viven en las inmediaciones del polo, y sufren affecciones respiratorias, dérmicas y alta concentración de plomo en sangre. El fallo de la CSJN que ordenó el saneamiento del Riachuelo tuvo su origen en este barrio, señalado además como uno de los más críticos y por ello incluido en la primera fase de las relocalizaciones poblacionales que debían realizarse. Pero para muchas familias (entre 1.500 y 1.800, según diversas fuentes consultadas) nunca llegó la posibilidad de dejar este lugar contaminado. Como plantean Javier Auyero y Bárbara Swistun (2006), Villa inflamable constituye un caso emblemático de cómo la carga del sufrimiento tóxico recae desproporcionadamente sobre la gente pobre y, dentro de ellos, sobre las madres de Villa Inflamable. Pero, a diferencia de otros casos donde la población se organiza para demandar por mejores condiciones de existencia, si bien han realizado algunas protestas, los pobladores de esta Villa viven un tiempo marcado por la espera de que otros definan su destino (abogados, Estado, periodistas, asistentes sociales, entre otros), en el cual se gestan percepciones del riesgo tóxico, basadas en la incertidumbre sobre su situación y su destino. Constituyen así un caso paradigmático de la interrelación entre el sufrimiento ambiental, la experiencia tóxica y la dominación (Auyero y Swistun, 2006).
En la misma zona, se suma otra problemática, contribuyendo a la contaminación de sus habitantes, que es la existencia de basurales gestionados por CEAMSE (Coordinación Ecológica Área Metropolitana Sociedad del Estado), desde 1976. En plena dictadura militar argentina, CEAMSE generó un sistema de gestión regional, con basurales localizados fuera de la ciudad de Buenos Aires, en provincia. Los cirujas (trabajadores de la basura) fueron expulsados del sistema de recolección, y perseguidos porque su actividad estaba prohibida. Recién en la década de 1990 surgieron movimientos de vecinos que pedían el cierre de estos basurales. El único que fue cerrado fue el de Villa Domínico, pero con un alto costo ambiental y social: ante el aumento del número de enfermedades, principalmente infantiles, y 10 muertes por leucemia, se organizaron las “Madres de las Torres”, que junto a otras organizaciones lograron el cierre del basural.
Como podemos ver, en conflictos que llevan varias décadas sin resolución efectiva, en las décadas de 1990 y 2000 van a producirse cambios en relación a la organización social y a la estrategia empleada, que es su llegada al ámbito judicial, con fallos de cortes que no han tenido una incidencia concreta en la resolución de la situación de los demandantes.
El aumento de los procesos judiciales como parte de las estrategias en conflictos ambientales es destacado por diversos autores (Di Paola y Napoli, 2007; Merlinsky, 2013), así como también la fertilidad de los nuevos recursos legales en mano de este “nuevo ambientalismo social”, cuyo impacto en la política ambiental puede apreciarse tanto en el plano normativo como en el organizacional (Gutiérrez,2015).
En el noreste del país, la apropiación del territorio por parte de las empresas madereras convive con la de proyectos hidroeléctricos –represas–, siendo este “combo” de expropiación el que ha marcado la vida de ciertas comunidades indígenas (como las Mbya guaraníes), y de otros pobladores locales que fueron desalojados de su lugar de vida y subsistencia. El principal proyecto hidroeléctrico que ha afectado la vida de estas comunidades es la Entidad Binacional Yacyretá (EBY), cuyas obras comenzaron en 1983, desplazando población que dependía del medio en que vivía para su sostenimiento social y económico, y que en muchos casos, al no poseer título de la tierra, quedó privado de cualquier compensación (Danklmaier, 2003; Jaume, Alvarez y Frías, 2010). A ello se sumaron una serie de impactos ambientales del proyecto, que lo han caracterizado como un ejemplo de insustentabilidad y exclusión social (Ulloa y Bellini, 2009).
Yacyetá se asentó sobre el río Paraná, y se trató de un proyecto binacional entre Argentina y Paraguay. Desde una interesante perspectiva de cómo se generan nuevos órdenes socioespaciales, haciendo hincapié en la dimensión urbana, Walter Brites (2014) explica cómo se transformó y diferenció el espacio urbano por la mega-hidroeléctrica Yacyretá, debido al desplazamiento masivo de población pobre de las zonas de influencia del llenado del embalse, y a la construcción de obras de infraestructura. A ello se sumaron otros procesos más espontáneos, como el desplazamiento sin acción directa del Estado de aquellos sectores asentados en espacios intersticiales que el propio crecimiento inmobiliario revalorizó, dando origen a un orden altamente desigual y excluyente para los sectores populares desplazados.
También en este caso, en la segunda mitad de la década del 2000, aparecen en la escena pública, y también llevando adelante demandas judiciales, asambleas de afectados, los damnificados de Yacyretá, argentinos y paraguayos. Son afectados directos, a quienes el embalse les inundó su lugar de vida y subsistencia[11]. Juntos conformaron la “Asamblea binacional de afectados por la EBY”, que ha llevado adelante protestas frente a la EBY, en Buenos Aires durante el desarrollo de los juicios, y cortes en los puentes entre Argentina y Paraguay, entre otras acciones.
Los impactos de esta mega-presa han constituido un ejemplo que abonó la fuerte oposición a nuevos proyectos hidroeléctricos en el Noreste argentino, principalmente, Corpus Christi (entre Argentina y Paraguay), y Garabí (entre Argentina y Brasil). Estas resistencias se encuentran concentradas en esta región, y en algunos lugares de la patagonia argentina, y no han tenido tanta trascendencia pública como otras luchas, como la resistencia a la megaminería o al monocultivo de soja y el uso de agrotóxicos. Sin embargo, y más allá de que, a diferencia de otros países latinoamericanos, no se cuenta con un frente nacional de lucha contra los megaproyectos hídricos, los grupos de afectados se han vinculado con redes existentes a nivel latinoamericano y nacional, alcanzando en los últimos años mayor repercusión en la opinión pública y generando espacios comunes con otras resistencias (Gómez et al., 2014). Las organizaciones de la provincia de Misiones que resisten a estos proyectos hidroeléctricos se destacan por haber impulsado una de las primeras consultas a la población, en relación al proyecto Corpus Christi, a mediados de la década de 1990, y seguir impulsando consultas sobre la posibilidad de prohibir las represas en la provincia.
El proyecto Corpus Christi se planificaba en el tramo del río que se encuentra entre la represa de Itaupú (aguas arriba) y la de Yacyretá (aguas abajo). Fue rechazado en 1996 por un plebiscito vinculante realizado en la provincia de Misiones, Argentina. Esta consulta, impulsada por organizaciones ambientalistas, estuvo apoyada por partidos políticos y diversas organizaciones sociales, junto a referentes como el obispo Joaquín Piña y el Premio Nobel de la Paz, Adolfo Pérez Esquivel. El 88,63% de los votantes manifestó el NO al proyecto (62,85% del padrón electoral). Mediante la ley provincial 3220 se estableció el régimen de consulta popular para Corpus, y la ley 3294 ratificó y dio fuerza de ley al resultado del plebiscito. A inicios de la década de 2000 se reactivó el proyecto, planteando la convocatoria de un nuevo plebiscito. Los gobernantes postulaban que el proyecto había sido modificado, y que afectaba menos hectáreas y minimizaba impactos. En 2014, la “Mesa Provincial No a las Represas” llevó a cabo una nueva consulta popular. Los misioneros nuevamente dijeron NO (en un 96 %). Fue no vinculante, ante la negativa del gobierno de impulsar la consulta, a pesar de que Misiones posee la ley IV-56, que determina que para la realización de emprendimientos hidroeléctricos y represas se requiere la participación previa del pueblo de Misiones, a través del mecanismo de plebiscito obligatorio, vinculante e irrenunciable.
En el caso de Misiones, se observa cómo un proyecto con graves consecuencias para la población (Yacyretá), abonó el rechazo posterior a nuevos proyectos, y cómo a pesar de lograr la sanción de leyes que determinan la consulta a la población, al no contar con gobernantes que garanticen estos derechos, los movimientos socioambientales logran mantener su vigencia mediante la acción directa: organizando nuevas consultas.
El conflicto por la oposición al repositorio nuclear en la meseta de Chubut, en 1986, fue un caso exitoso, porque impidió la realización del proyecto de la Comisión Nacional de Energía Atómica (CNEA), que planteaba disponer residuos radioactivos en Sierra del Medio (Gastre). En la ciudad de Trelew se conformó el “Movimiento Antinuclear de Chubut” (MACH), del cual formó parte el reconocido ambientalista argentino Javier Rodríguez Pardo. El MACH juntó 8.000 firmas contra el denominado “basurero nuclear” que fueron entregadas al entonces presidente en una visita que realizó por el centenario de Trelew, el 20 de noviembre de 1986.También se realizó una marcha a Gastre, donde se reunieron agrupaciones socioambientales de la costa y de la comarca andina, y miembros de la CNEA respondieron preguntas sobre el proyecto. En los ´90, el proyecto fue impulsado nuevamente y, paradójicamente, en 1994 la reforma constitucional introduciría la cuestión ambiental en la Constitución Nacional argentina. En 1996 se realizó una nueva marcha que el diario La Nación tituló “Gastre: marcha en la nieve contra el basurero nuclear”, constituyéndose en otro evento histórico para las movilizaciones ambientales, ya que, recorriendo más de 400 km en pleno invierno patagónico, alrededor de 2.000 personas llegaron al poblado de Gastre, de aproximadamente 400 habitantes[12]. El repositorio nuclear nunca fue puesto en marcha.
Esta movilización es considerada el precedente de toda la resistencia a la minería metalífera, que se desarrollaría posteriormente en las comunidades aledañas a la cordillera de Los Andes, a lo largo del país, comenzando en la década del 2000 con el ya mencionado conflicto de Esquel. Fue una de las primeras experiencias que trascendió públicamente a escala nacional,entre diversos conflictos que venían aconteciendo en la Patagonia. Retomando el tema de las represas para el territorio patagónico, encontramos también conflictos y resistencias que, en este caso, impidieron su construcción:
En esta tendencia a producir energía barata para su consumo en emprendimientos extraregionales se planeó la construcción de un Dique en un valle cordillerano. En el año 1981, casi de manera fortuita, se toma conciencia del proyecto de construcción de la represa sobre el Río Epuyén en el Noroeste de la Provincia del Chubut. Este dique inundaría entero el Valle de Epuyén, sobre la cordillera patagónica, la mejor zona productiva del lugar, obligando a desalojar a 50 familias en aquel entonces y cubriendo el cementerio local y la escuela más antigua. La fuerte resistencia de los pobladores impidió su realización (Blanco y Mendes, 2006, p. 51).
Los autores también destacan el accionar de movimientos ecologistas locales en Futaleufú, Chubut, que mediante acciones como amparos consiguieron frenar la explotación del bosque de lenga, que se había iniciado en 1996. Esta explotación también tuvo facetas “conservacionistas” como el proyecto Prima Klima, que se dio a conocer en 1999, un plan de “manejo sustentable” de los bosques de lenga del Alto Río Senguerr, también en Chubut, y también resistido por la población (Blanco y Mendes, 2006).
Caracterizando aquellos conflictos ambientales de las décadas de los ´80–´90, Blanco y Mendes (2006) destacan aspectos clave para comprender cómo desembarcan estos proyectos en las comunidades, y cómo son atacadas las voces disidentes, hechos que se asimilan a muchos conflictos desde entonces hasta el presente:
La irrupción de emprendimientos como los que se mencionaron es siempre precedida por una silenciosa oscuridad que domina el período de incubación de los proyectos y sus estudios de factibilidad (…). Al ocultamiento se suma la tarea de generar confusión (…). Finalmente, cuando la resistencia empieza a amenazar seriamente los proyectos, empiezan las acciones de criminalización de la protesta, señalando como hippies, marxistas, ecologistas, con intereses políticos oscuros, etc., a los líderes del movimiento. En síntesis, el Estado impulsa los proyectos bajo la consigna del crecimientoy el desarrollo, toma decidido partido por convencer a la población sobre la importancia de los mismos y busca a su vez desacreditar a los opositores en lo que Javier Auyero[13] llama invocación a “los sospechosos de siempre” (Blanco y Mendes, 2006, p. 55).
La región patagónica, en cuanto a problemáticas ambientales, se destaca además por la presencia de actividades extractivas, como las explotaciones petroleras y gasíferas, las grandes extensiones de tierras en manos de pocos propietarios, y el negociado inmobiliario debido al interés turístico. Un importante aspecto a problematizar es que, en general, los conflictos en los cuales se implican movimientos socioambientales, que involucran una importante heterogeneidad social y una mayoritaria composición de clase media, logran mayor trascendencia que aquellos que son protagonizados por comunidades indígenas o campesinas. Y esto es general para todo el país, no sólo ocurre en la Patagonia. Pero también estas comunidades indígenas y campesinas han estrechado lazos con movimientos socioambientales y otras organizaciones de derechos humanos, profesionales y medios de comunicación alternativos, entre otros, lo cual ha contribuido a visibilizar las problemáticas que atraviesan. Así, por ejemplo, en la “estancia Leleque” de Benetton –uno de los mayores propietarios de la patagonia argentina–, una familia mapuche logró, después de un conflictivo proceso, que en 2007 el Estado nacional reconociera a la Comunidad Mapuche Santa Rosa Leleque la posesión de 625 hectáreas. En los últimos años, se han acrecentado los conflictos por la tierra. El ejemplo más emblemático de ello es la situación de Pu Lof en Resistencia Cushamen, que recuperó tierras en la misma estancia de Benetton, y vivió varios intentos de desalojo policial a raíz de una denuncia penal por parte del propietario. Las represiones a esta comunidad se han caracterizado por la violencia: Gendarmería Nacional ha ingresado disparando a la comunidad mapuche, y violentando a mujeres y niños. En 2017, el caso de esta comunidad apareció en medios locales, nacionales e internacionales cuando, durante otra represión a la comunidad, que pedía la liberación de su Lonko apresado meses antes, desapareció Santiago Maldonado, un joven que estaba en el lugar apoyando el reclamo mapuche, cuyo cuerpo fue encontrado sin vida varios meses después. Internacionalmente, el Comité de Naciones Unidas contra las Desapariciones Forzadas exigió al Estado argentino información sobre su paradero, sumándose Amnistía Internacional, ante la falta de información ofrecida por las autoridades nacionales, quienes realizaban declaraciones poniendo en duda la presencia del joven en el lugar y destacando la “violencia mapuche”.
Esta ola de criminalización del pueblo Mapuche –y de otros pueblos indígenas en menor medida–, coincide con el protagonismo de estas comunidades en la resistencia a actividades extractivas, principalmente, el caso del proyecto “Vaca Muerta”, una de las explotaciones más importante de hidrocarburos no convencionales, con el uso de la técnica de fractura hidráulica, más conocida como fracking. Vaca Muerta linda con el yacimiento Loma de la Lata (o Loma Campana), un yacimiento gasífero de explotación convencional, que inició su actividad en 1977, a 90 km de la ciudad de Neuquén, siendo el yacimiento más importante de Argentina. Luego se puso en funcionamiento una central térmica. Sobre este yacimiento se encontraban –y se encuentran– las comunidades mapuche Kaxipayiñ y Painemil. En 1996 se comienza a gestar el Proyecto MEGA. Se construiría en Loma de la Lata una planta separadora de gases y un poliducto. En 1998 las tierras en las que se asentaban las comunidades fueron vendidas a Mega S.A, y éstas presentaron un recurso de amparo ambiental y cultural. Contaron para ello con el apoyo de otras organizaciones mapuches, agrupaciones de Derechos Humanos, la Central de Trabajadores Argentinos (CTA), y la Pastoral Social del Obispado de Neuquén. Se hicieron manifestaciones en Buenos Aires de kollas y mapuches junto al apoyo de la CTA, por el avallasamiento a los territorios indígenas. Se denunció la presencia de plomo en sangre y la contaminación tóxica de las comunidades. También se amplió el repertorio de acciones: se ocuparon las tierras obligando a paralizar los trabajos. Ello derivó en una negociación entre Mapuche, gobierno provincial y empresa, cuyo resultado fue el reconocimiento de 4.300 has a favor de Kaxipayiñ, el pago de servidumbre a esta comunidad por el paso de los ductos, y la finalización de la ocupación (Balazote y Radovich, 2001). Más allá de este acuerdo, las comunidades Mapuche continuaron denunciando el daño ambiental por contaminación de suelos y agua, muerte de animales y la afectación de los miembros de sus comunidades, principalmente niños. Sumado a ello, su situación se ha agravado por la puesta en valor del proyecto Vaca Muerta.
En 2011, la entonces empresa Repsol-YPF anunció “la mayor reserva” de hidrocarburos no convencionales: Vaca Muerta. Meses después esta quedó mayoritariamente en manos de YPF, debido a su re-estatización. Ese mismo año se realizaba la primera perforación de fracking en Argentina, en las afueras de Zapala, Neuquén, por la empresa Apache. En 2013, se firmó el acuerdo entre la empresa estadounidense Chevron e YPF, para la explotación de petróleo no convencional en la formación Vaca Muerta, y la comunidad Mapuche Campo Maripe ocupó pozos de YPF. La legislatura de la provincia de Neuquén aprovó el acuerdo con Chevron, mientras afuera del recinto se reprimía a la manifestación social. “Tras la represión, en Neuquén convierten en ley el acuerdo entre YPF y Chevron”, titulaba el diario La Nación a la noticia sobre estos sucesos[14]. En 2017, los integrantes de Campo Maripe denunciaron el accionar de Gendarmería y la justicia falló a su favor. También han sido acusados de usurpación.
La explotación petrolera convencional, y actualmente, la explotación por vía de la fractura hidráulica, son las explotaciones ante las cuales los movimientos socioambientales no han tenido éxitos en sus reclamos. Incluso en el caso de Allen, Río Negro, donde las explotaciones de fracking se iniciaron entre chacras frutícolas, asambleas de pobladores locales, y especialmente productores, realizaron marchas y otras acciones, pero sin obtener los resultados esperados (Svampa, 2018). También en Mendoza, en 2017 se inició la explotación por fracking en Malargüe, sur provincial, violando la legislación ambiental y con un debate social acallado (Wagner, 2019a). Una hipótesis explicativa es la dependencia de la matriz energética argentina hacia los hidrocarburos, y la presencia del consenso fósil:
Identificamos entonces un consenso fósil entre los sectores de poder sustentado por sus pilares: gobierno nacional, provincias petroleras, compañías (de capital nacional y extranjero), y sindicatos. Este consenso (asimétrico desde ya, donde el poder de las empresas es desproporcionadamente mayor) si bien está centrado en el beneficio económico que tiene para las partes, es multidimensional: se mantiene debido a un aceitado sistema de favores, corrupción, facilidades técnicas, de infraestructura, entre otros. […] las distintas conducciones políticas nos han maniatado a una estructura de poder donde pocos jugadores tienen el control. El sistema energético está orientado para la ganancia de unas pocas empresas petroleras, eléctricas y transportadoras, dejando traslucir el problema de las relaciones sociales detrás y dentro del modelo energético (Observatorio Petrolero Sur, 2018, p. 9-10).
Un conflicto que desde el año 2005 ocupó los medios de comunicación nacionales fue el generado en la provincia de Entre Ríos, Argentina, por la instalación de plantas de celulosa en la ciudad uruguaya de Fray Bentos, sobre el margen uruguayo del río Uruguay, compartido por ambos países. El formato asambleario también fue el eje de la organización de los pobladores locales. El surgimiento del problema en torno a las pasteras en la costa del río Uruguay se remonta a 1990, cuando la empresa española Ence y la finlandesa Botnia invierten en forestación de eucaliptus en Uruguay. En 2002 y 2004, respectivamente, estas empresas presentan al gobierno uruguayo sus proyectos para la instalación de plantas de pasta de celulosa en Fray Bentos. En la Argentina, la noticia de la aceptación por parte del gobierno uruguayo de ambos proyectos generó resistencia entre los vecinos de Gualeguaychú, a los que se sumaron las fuerzas políticas de Gualeguaychú, de Entre Ríos y del gobierno nacional argentino, e incluso algunas agrupaciones de Uruguay. El rechazo a las pasteras se basó en la potencial contaminación que generarían estas empresas, y los consecuentes impactos sobre la salud de la población, la economía y el turismo. Se conformaron grupos de vecinos autoconvocados desde 2003, en Gualeguaychú (posteriormente, “Asamblea ciudadana ambiental de Gualeguaychú”) y también en Colón, Concordia y Concepción del Uruguay. El conflicto entre los países involucrados fue incrementándose: mientras la Argentina pedía la paralización de la construcción de las plantas hasta que se haga un estudio ambiental independiente, Uruguay afirmaba que la decisión ya estaba tomada, que no habrá contaminación y que la Argentina debía finalizar con los cortes de ruta (sobre puentes internacionales) que le ocasionaban perjuicios económicos. El conflicto alcanzó la mayor visibilidad el 30 de abril de 2005, cuando más de 40.000 personas de ambos países realizaron una marcha y corte del puente internacional. Un mes después, Néstor Kirchner, presidente de la Argentina, y Tabaré Vázquez, presidente de Uruguay, acordaron la creación de una comisión binacional que realizaría un estudio técnico ambiental del proyecto de las empresas, que concluyó sin que las comisiones representantes de los dos países alcanzaran un acuerdo. Así, a fines del 2005 los manifestantes argentinos iniciaron un boicot turístico cortando dos de los tres pasos que unen la Argentina con Uruguay (el de Gualeguaychú y el de Colón), quedando solo uno abierto (el de Concordia). Ambos países endurecieron sus posiciones: mientras los asambleístas realizaban cortes de ruta reclamando la paralización de las obras, Uruguay reclamaba la libre circulación y afirmaba que las papeleras se instalarán en Fray Bentos. El 3 de febrero de 2006 se inició un corte de ruta que durará hasta 2010. El bloqueo del puente internacional, el más importante de los pasos entre Argentina y Uruguay, se levantó en 2010, con la promesa de una auditoría a la empresa, pero las protestas continuaron:
En un acción escalonada, desde cortes programados y progresivos hasta el corte por tiempo indeterminado […], el movimiento ha buscado mantener vivo el reclamo en la opinión pública nacional e internacional, pero sobre todo definirse como demandante ante el Estado argentino como garante de los derechos compartidos en la gestión de la cuenca del río Uruguay (Merlinsky, 2013, pp. 88-89).
Este movimiento fue el que vivió una de las mayores contradicciones entre la vía de la acción directa y la vía institucional/legal: luego de lograr amplificar el conflicto, este deriva por vías institucionales/legales, de las cuales el movimiento queda como mero observador. Como detalla Gabriela Merlinsky (2013), en una medida sin precedentes, el movimiento consigue “nacionalizar” el conflicto, pero la estrategia del propio gobierno (posiblemente buscando desactivar el conflicto) fue llevar el caso ante la Corte Internacional de Justicia, lo cual dividió la opinión pública argentina y tensionó las protestas del movimiento ciudadano ambiental de Entre Ríos. El movimiento quedó frente al dilema de esperar el ejercicio del derecho por medio de la vía legal, o seguir utilizando medidas de reclamo formalmente ilegales –los cortes de ruta– aunque legítimas para el planteo de la demanda.
Mientras la instalación de las pasteras sobre el río Uruguay alcanzaba gran repercusión mediática, a raíz del conflicto suscitado entre la Argentina y Uruguay, el resto de las problemáticas socioambientales de la Argentina –entre las más destacadas, las relacionadas con proyectos mineros a gran escala– eran invisibilizadas por los medios masivos de comunicación. Hasta que su masividad y trascendencia hizo que fuera un proceso imposible de ocultar.
Luego de la movilización de Esquel, diferentes localidades se organizaron en resistencia a proyectos mineros, principalmente metalíferos. El primer caso fue en Ingeniero Jacobbacci, provincia de Río Negro, por el proyecto Calcatreu. También en las provincias de Mendoza (Wagner, 2014) y La Rioja (Giarracca y Hadad, 2009; Sola Alvarez, 2013) se llevaron adelante movilizaciones que impidieron la instalación de proyectos megamineros, en ambas provincias con asambleas locales que se articularon provincialmente. En todas estas provincias se sancionaron leyes prohibitivas o restrictivas a la actividad minera, incluyendo también la restricción a proyectos de minería de uranio, como el caso de Sierra Pintada, en Mendoza. Actualmente, siete provincias argentinas (de veintitrés) posee legislación restrictiva (ver Imagen 1). Entre ellas, la provincia de Chubut, nacimiento del No a la Mina por el conflicto de Esquel, ley que es frecuentemente atacada por el sector minero, debido a los grandes intereses sobre el proyecto Navidad, en la meseta chubutense (Claps, 2007). Este proyecto de plata, plomo y cobre fue comprado en 2010 por Pan American Silver, y es considerado “el mayor reservorio de plata del mundo sin explotar”[15].
En La Rioja, las asambleas de vecinos de Famatina y Chilecito, más otras que se han formado posteriormente, mantienen un corte que impide el ingreso de insumos y maquinarias a la zona de interés: el cerro Famatina. Con esta dinámica, han logrado que cinco empresas abandonen sus proyectos.
Un caso particular es la provincia de Neuquén, una provincia históricamente extractiva, vinculada a la actividad petrolera, y con serios conflictos entre esta actividad y las comunidades indígenas mapuche (como ya se detalló para los yacimientos de Loma de La Lata y Vaca Muerta). Neuquén ingresa al mapa del “No a la Mina” en 2008, con la resistencia de la localidad de Loncopué al proyecto Lonco y, un año después, la oposición al proyecto minero en Campana Mahuida, que desembocó en un referéndum en 2012, con un resultado de 82% de votos por el Sí a la Ordenanza que prohibía la actividad minera. Asambleas de vecinos autoconvocados, comunidad Mapuche y asociaciones rurales se unieron en esta resistencia (Wagner, 2019b). También al sur de la capital provincial, en la localidad de Las Coloradas se generó otra oposición que impidió tareas de exploración minera metalífera, y también las localidades de Chos Malal y Hiunganco se opusieron a la exploración minera.
En la mayor parte de estas resistencias, las asambleas socioambientales han dado un fuerte debate en torno a lo que Gabriela Melrlinsky (2013) destaca como controversias sociotécnicas. Estas asambleas aprendieron a tomar la información de los propios estudios de impacto ambiental de las empresas, participando o boicoteando audiencias públicas, y sistematizando un conocimiento común que fue pasando de una experiencia a otra. Ello fue acompañado con acciones directas, como movilizaciones, campañas de información, bloqueos de ruta informativos, e incluso cortes simultáneos (realizados en conjunto entre asambleas de diferentes provincias) para impedir el paso de camiones que transportaban insumos mineros.
Por su parte, San Juan y Catamarca han sido consideradas provincias “pro-mineras” por las decisiones de sus consecutivos gobiernos de apoyar la actividad minera metalífera. Sin embargo, en la provincia de Catamarca, donde se instaló el primer proyecto minero metalífero de Argentina, La Alumbrera, en 1997, posteriormente se han generado oposiciones a la instalación de nuevos proyectos metalíferos, como sucedió con “Agua Rica” y “Pilciao 16”. Este último, de haberse desarrollado, hubiera implicado el traslado del casco urbano de Andalgalá, donde la población en resistencia conformó la “Asamblea del Algarrobo”, reprimida violentamente en 2010. También en la localidad de Tinogasta se han realizado bloqueos al traslado de insumos a los proyectos mineros, con violentas represiones en 2012. Diferentes trabajos resaltan la violencia, no sólo física, vivida por estas poblaciones que deciden enfrentarse a los proyectos mineros amparados por los gobiernos provinciales, tanto en Catamarca, como en San Juan (Cerutti, 2017, Wagner, 2018).
En la provincia de San Juan, la resistencia ha existido pero siempre ha sido perseguida, invisibilizada y ha sufrido fragmentaciones. A pesar de ello, proyectos como Pachón, Veladero y Pascua Lama, han estado en el foco de los cuestionamientos por sus impactos ambientales, tanto desde algunos sectores en San Juan como desde otras provincias. Es en 2015 cuando se produce un cambio en la correlación de fuerzas: el proyecto Veladero derramó más de un millón de litros de solución cianurada, siendo el hecho minimizado por Barrick Gold, empresa canadiense que lleva adelante el proyecto, pero sobre todo por el gobierno provincial. Los pobladores de Jachal, poblado aguas abajo del proyecto, supieron del derrame por sus propios parientes y vecinos que trabajan en la mina. Desde aquel entonces, la asamblea “Jachal No se Toca” ha cobrado protagonismo, y la empresa minera ha sido foco de cuestionamientos expuestos mediáticamente, a pesar de lo cual aún no se han tomado acciones judiciales al respecto, a excepción de multas que no implican ninguna mejora de los controles ambientales hacia la empresa.
Un caso con menos trascendencia que las luchas contra la minería metalífera a cielo abierto, ha sido el de la lucha por la protección de las sierras en la localidad de Tandil, en la provincia de Buenos Aires, desde fines de los ´90. La “Multisectorial por la preservación de las sierras”, y la “Asamblea ciudadana por la preservación de las sierras de Tandil” llevaron adelante interesantes acciones de concientización e información de la población tandilense, que incluyó una consulta voluntaria a la población (consulta popular comunitaria), y que tuvo entre otros logros la sanción de una ley, en 2010, de Paisaje Protegido, que implicó el cierre de algunas canteras. Si bien los miembros de la Multisectorial y de la Asamblea la consideran un logro a medias, no deja de ser un importante avance en pos de un objetivo mayor que es la preservación de todo el ecosistema serrano, que además de las canteras se ve afectada por el avance de la construcción debido a los emprendimientos inmobiliarios, empujados por el desarrollo turístico (Girado, 2012; Hesse, 2013).
En los últimos años, ha aumentado el cuestionamiento y las evidencias sobre las consecuencias del modelo sojero, ya que durante mucho tiempo el destino de modelo agrícola exportador, en el que la soja fue tomando protagonismo, de la mano de los pooles de siembra, hacía que las críticas y denuncias sobre los impactos negativos de la actividad fueran totalmente invisibilizadas y perseguidas, como sucedió con el científico argentino Andrés Carrasco (Carrasco, 2011), al demostrar los nefastos efectos del glifosato, hoy comprobado por otras investigaciones[16]. Estas consecuencias venían siendo denunciadas, desde hace décadas atrás, por poblaciones campesinas y movimientos socioambientales que rechazaban el avance de los monocultivos. El caso que tomó mayor trascendencia pública fue la lucha de las “Madres de Ituzaingó”, pobladoras del barrio Ituzaingó-Anexo en la provincia de Córdoba, que denunciaron y lucharon contra las fumigaciones cercanas a su barrio, lo que las ha llevado a sufrir además el desprecio de sus vecinos.
En algunos negocios del barrio no las atienden y las expulsan. A bordo del transporte público de pasajeros, sus propios vecinos las acusan de locas, las insultan, las culpan de que a raíz de sus denuncias el barrio está siendo estigmatizado como un barrio de cancerosos, con lo cual las viviendas se desvalorizan y las personas no pueden conseguir trabajo cuando mencionan el barrio (Berger, 2010, p. 9-10).
El rol de las mujeres en las luchas socioambientales, y los efectos sobre ellas, es un tema de reciente y creciente investigación. En Argentina se evidencia la conformación de grupos de mujeres que se denominan “Madres”, herencia del movimiento de derechos humanos argentino de las Madres de Plaza de Mayo. Previamente mencionamos el caso de las Madres de las Torres:
Las llamaban “las locas”, pero se convirtieron en pioneras en denunciar la contaminación del modelo agrario. A casi una década de las primeras denuncias, la Justicia cordobesa prohibió a productores de soja que fumiguen en cercanías de su barrio, lo establece como un delito penal y apunta contra el glifosato, el agrotóxico pilar de la industria sojera (Aranda, 2009).
Imagen 1: Conflictos ambientales destacados y legislación restrictiva a la megaminería, Fuente: elaboración propia. Facundo Rojas y Lucrecia Wagner, 2019
Otro apoyo central para visibilizar las consecuencias de este modelo sojero transgénico, basado en el uso de agroquímicos (que elegimos denominar agrotóxicos), es la campaña, llevada adelante por colectivos de diversos territorios, “Paren de fumigar”. Estas acciones movilizaron a que se conformara la red de “Médicos de pueblos fumigados”, que se reunió por primera vez en la Universidad Nacional de Córdoba, en 2010, con el objetivo de dar cuenta de los efectos sanitarios de los agroquímicos utilizados en agricultura y, explícitamente, cuestionar el papel de la academia como legitimador del modelo productivo, aportando pruebas científicas del costo sanitario de este modelo[17].
En 2006, muchos de estos movimientos socioambientales y otros colectivos crearon la Unión de asambleas ciudadanas (UAC)[18], que posteriormente pasó a denominarse: “Unión de asambleas de comunidades”. Con el lema en común “por la vida, contra el saqueo y la contaminación”, la UAC ha generado una red de información y soporte, especialmente ante situaciones delicadas en conflictos que acontecen –con violencia– en comunidades muy alejadas de los centros urbanos y con falencias en la comunicación. Esta red ha sido esencial para visiblizar hechos represivos y para llevar adelante campañas comunes desde diferentes territorios. También existen redes regionales, para acciones concretas y por problemáticas.
La UAC ha visibilizado las consecuencias de diferentes modelos –mineros, petroleros, sojeros, urbanos, entre otros– que eran promocionados desde gobiernos y empresas como promesas de desarrollo y progreso. Ha generado estrategias comunes –campañas de firmas contra determinados proyectos, o en apoyo a proyectos de ley, como la Ley de Glaciares, sancionada en 2010– y acciones simultáneas en diferentes territorios, como los bloqueos a camiones con insumos mineros, o festivales y manifestaciones para visibilizar una misma problemática en diferentes regiones.
Si bien Argentina es un país que presenta una menor violencia en los conflictos respecto a otros países latinomearicanos, y una mayor utilización de espacios y mecanismos institucionales, las acciones de violencia que han sufrido ciertas asambleas han sido visibilizadas gracias a esta red.
Como ya se expresó, una de las estrategias crecientes es la vía judicial, que ha sido exitosa en diversos casos, por ejemplo, manteniendo la vigencia de leyes que restringen la megaminería, como en Mendoza y Córdoba. Pero también ha derivado el conflicto desde la acción directa hacia la vía institucional/legal, colocando a los movimientos en la paradoja de esperar los resultados de esa vía, o seguir con sus estrategias previas, como sucedió en el caso de las pasteras. Muchos movimientos reflexionan que acudir a la vía legal debilita la movilización social. Sin embargo, ante el cierre de otros caminos posibles, sigue siendo una vía creciente de demanda ambiental.
La gran apuesta de estos movimientos ha sido acercar el debate sobre las consecuencias de determinados proyectos a las comunidades en las que viven, por lo cual, las estrategias educativas y comunicativas han sido centrales en su accionar. A ello se suma lo ya comentado sobre la estrategia de disputar el conocimiento. Los grupos en resistencia han llevado adelante procesos de formación en la temática que los moviliza, y han generado conocimiento que han puesto a disposición de sus comunidades, logrando así la toma de conciencia por parte de sus “vecinos”, de las implicaciones de un determinado proyecto. Esta disputa por la información también ha generado que el activismo mediático y las campañas públicas ocupen un importante lugar en las acciones de los movimientos. Las marchas y protestas callejeras son otra modalidad muy utilizada. Las objeciones a los estudios de impacto ambiental se destacan en los conflictos por minería, donde el conocimiento sobre los procesos mineros ha sido sistematizado desde la experiencia de Esquel, y transmitido de conflicto a conflicto.
Otro aspecto a destacar en estos procesos es lo que Joan Martínez Alier, Leah Temper, Daniela Del Bene y Arnim Scheidel (2016), han denominado el vocabulario de justicia ambiental. Entre este vocabulario, estos autores destacan el nombre “Paren de fumigar”, como parte de estas creaciones de los movimientos para visibilizar sus demandas. En el caso argentino, los movimientos han disputado los términos que las empresas han intentado imponer para promocionar sus proyectos: sustentabilidad y licencia social son los principales ejemplos de ello. Sin licencia social no hay minería, es un slogan que se han impulsado desde algunas poblaciones que sufrieron las consecuencias sociales del intento de desarrollar proyectos mineros, como Uspallata, en Mendoza (Wagner y Giraud, 2013). Diferentes colectivos han tomado nombres que significan también relaciones y necesidades. Por ejemplo Ongamira Despierta, Córdoba despierta, etc., nombres que se dieron los colectivos de la provincia de Córdoba, muestran la necesidad de que las poblaciones salgan del letargo del desconocimiento o la inacción, y se involucren en las problemáticas que los afectan.
Tocan a uno tocan a todos, fue un fuerte slogan de la UAC, nacido de la solidaridad y las relaciones entre asambleas de todo el país, con base en un compromiso de denunciar y actuar ante cualquier acto represivo que sufriera alguno de los colectivos que la integran. Relacionado a ello también fue muy exitoso El Famatina no se toca, que mostraba la férrea defensa de las asambleas de La Rioja ante el intento de diversas empresas mineras de realizar proyectos en el cordón de Famatina.
La consideración del accionar de empresas y gobiernos como un saqueo liga las resistencias actuales con la historia latinoamericana: la historia colonial de expoliación de los recursos naturales. La memoria del saqueo es también renovada y traída a la actualidad para rechazar nuevas facetas de esta explotación. En contra del concepto comodificante de recursos naturales los movimientos socioambientales eligen hablar de bienes comunes. Y en contra de una ciencia al servicio de las corporaciones, y para dar cuenta de una ciencia crítica y comprometida con sus comunidades, han impulsado la noción de ciencia digna, de la cual Andrés Carrasco es uno de sus principales protagonistas.
La conflictividad en Argentina, acompañada de la organización de movimientos socioambientales, registra un aumento continuo en las últimas cuatro decadas, pero especialmente desde los inicios del siglo XXI. La descripción de los movimientos que forman parte de este ambientalismo situado no ha buscado ser exhaustiva, sino que elegimos conflictos emblemáticos que nos permitieran caracterizar a este ambientalismo de carácter más local pero, paralelamente, con la capacidad de generar redes en diferentes escalas y con diversos actores y movimientos que ya existían previamente. Resta dar cuenta de otros procesos, como la problemática urbana de la gestión de servicios públicos, o los conflictos generados por la construcción de infraestructura vial, la apropiacion de humedales y ambientes costeros, la minería de litio, etc., que quedaron fuera de este análisis, pero que merecen sus propios capítulos en esta historia.
Como ya hemos adelantado, consideramos que así como hemos asistido a la ambientalización del conflicto social, asistimos hace unas décadas a la socialización del ambientalismo: un ambientalismo que ya no es detentado por conservacionistas preocupados por especies y ecosistemas en peligro, o por expertos en técnicas ecoeficientes para reducir las consecuencias del modelo imperante: un ambientalismo que ha logrado ligar las consecuencias de ciertas actividades sobre el ambiente, con los efectos que pueden tener sobre los modos de vida que las poblaciones desean sostener. Un ambientalismo que desplegó una serie de estrategias y lenguajes para acercar problemáticas complejas a la población de sus localidades, que realizó una “traducción” de estos temas complejos y logró difundirlos entre sus vecinos. Vecinos que alzaron la voz por primera vez para tomar decisiones de lo que se permite –o no– en sus localidades. Hombres y mujeres que eligieron ser protagonistas de su historia, generando movimientos ambientales que, situados desde lo local, en muchos casos lograron ponerle barreras a un avance global de fronteras extractivas hacia sus territorios de vida.
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Sobre actividades extractivas, y específicamente los debates sobre el extractivismo, neoextractivismo y postextractivismo en América Latina, recomendamos las siguientes lecturas: Gudynas (2011), Delgado Ramos, 2013), Alimonda (2015), Acosta y Brand (2017), y el número 60 de Voces en el Fénix (2017).
Nos referimos a las corrientes del ecologismo que Joan Martínez Alier (2004) ha denominado culto a lo silvestre y credo a la ecoeficiencia. Consideramos que lo que hemos denominado ambientalismo situado comparte características con la corriente que Joan Martínez Alier ha denominado ecologismo popular, ecologismo de los pobres o movimientos de justicia ambiental.
La ruptura del régimen democrático por parte de la dictadura militar que gobernó el país entre 1976 y 1983 tuvo un marcado impacto negativo sobre la trayectoria que la política ambiental nacional había comenzado a desplegar hasta ese momento (Abers et al., 2013, p. 11). Los autores destacan que el ambientalismo fue asociado con una ideología subversiva, y el gobierno militar desmanteló la SRNAH, creando en su lugar una Subsecretaría de Recursos Naturales Renovables y Ecología, dependiente del Ministerio de Agricultura y Ganadería.
El periódico “Mutantia”, que expresaba los puntos de vista de los grupos ecológicos comenzó a publicarse en Buenos Aires en 1980. Hacia fines de 1983 habían aparecido 17 números y el periódico comenzó a promover la discusión en torno a la creación de un Partido Verde (Maiwaring, Viola y Cusminsky, 1985).↵
Sin embargo, es importante destacar que, en las últimas décadas, a raíz de los renovados debates en materia ambiental, ambas, pero principalmente FARN, han ampliado sus temas de interés.
Reboratti (2007) destaca un tema central, y es la relación entre estas organizaciones y los movimientos socioambientales. “Tal vez una de las debilidades de Greenpeace, por lo menos en la Argentina, sea su dificultad para relacionarse con otros movimientos ambientalistas o grupos sociales” (p. 138), situación que también ha comenzado a modificarse en los últimos años.
Para ampliar este tema se recomienda consultar: Bielsa et al. (2002), Di Marco et al. (2003), Carrera y Cotarelo (2004), Almeyra (2004), Schuster et al. (2005), Svampa (2011). Para una perspectiva histórica de la protesta, véase Lobato y Suriano (2003).
Estas asambleas se constituyeron en distintos puntos de la provincia de La Pampa como Santa Isabel, Algarrobo del Águila, en General Pico, y Santa Rosa, y también en Buenos Aires –la Asamblea CABA– (Barboza, 2017).
La contaminación de la cuenca Matanza Riachuelo está estrechamente ligada desde sus orígenes, en la época de la colonia, al desarrollo urbano e industrial de Buenos Aires. La geografía de la Cuenca atraviesa, desde su nacimiento en el municipio de Cañuelas hasta su desembocadura en el Río de la Plata, 14 municipios y parte de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. En ella residen 5 millones de habitantes y forma parte del conglomerado más importante del país, representando un 13% de la población de la Argentina. El alarmante escenario de la Cuenca conjuga diversos factores entre los que se destacan las inundaciones periódicas, los altos niveles de contaminación industrial y de aguas residuales urbanas y el incontrolado desarrollo urbano e industrial, donde conviven aproximadamente 12.000 industrias con una numerosa población que carece de los servicios básicos (Greenpeace, 2010, p. 3). En 2010 fue realizado un Informe, preparado por Greenpeace, que contó con la colaboración de Antonio Elio Brailovsky, quien junto a Dina Foguelman había escrito el libro “Memoria Verde” (2006), uno de los primeros en abordar las problemáticas ambientales de Argentina desde la perspectiva de la historia ambiental.
Gran movilización vecinal contra las “pasteras” en el río Uruguay, que tuvo gran impacto en la opinión pública desde 2005, tema que abordaremos posteriormente en este trabajo.
Tanto en la margen paraguaya como en la argentina, en las provincias de Misiones y Corrientes, la economía y los modos de vida fueron afectados por la represa, con pérdida de trabajo para pescadores comerciales y de subsistencia, fabricantes artesanales de ladrillos, recolectores de juncos para techar quinchos, lavanderas, dueños de pequeños astilleros, agricultores (Carrizo y Brunstein, 2010, p. 400).
Disponible en: Gastre: marcha en la nieve contra el basurero nuclear (18 de junio de 1996). La Nación. Recuperado de https://bit.ly/2QC23w4
Este autor señala que el Estado busca varios caminos para diluir la protesta: el primero, la negociación, el segundo la cooptación, el tercero la violencia o represión, el cuarto el descrédito (Auyero, 2002, p. 26; en Blanco y Mendes, 2006, p. 55).
Tras la represión, en Neuquén convierten en ley el acuerdo entre YPF y Chevron La Nación (29 de agosto de 2013), La Nación. Recuperado de: https://bit.ly/2KDdpMq
Fuente: Aranguren viaja a Chubut para impulsar el proyecto de plata Navidad (18 de febrero de 2018), Télam. Recuperado de: https://bit.ly/2XuoAfT
Revista estadounidense publicó investigación cordobesa sobre glifosato (30 de marzo de 2018), La nueva mañana. Recuperado de: https://bit.ly/35iA4Wj
Sobre las investigaciones científicas, ver: Avila-Vasquez et al. (2018).
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Para mayor información: https://bit.ly/2KCf2KD