La mitad de las importaciones de diésel de la región llegan desde Rusia. Encontrar alternativas no será tan fácil como en el caso del crudo
Por Álvaro Merino
5 febrero, 2023
Hubo un tiempo en el que los conductores acudían a la gasolinera y el trámite de repostar se saldaba con un simple «lleno», sin prestar demasiada atención al precio. Eran tiempos, de hecho, en el que llenar el depósito de un coche diésel resultaba más barato que alimentar uno de gasolina. Europa disfrutaba de una pujante industria de refinamiento de crudo, de importaciones baratas de hidrocarburos y de incesantes inversiones en el sector de los combustibles fósiles. Hoy las tres son historia y tener un coche diésel se ha convertido en una condena económica en gran parte de la Unión Europea.
La puntilla llega con el embargo al gasoil ruso del 5 de febrero. Europa ha dejado de comprar este combustible y ha prohibido a sus empresas ayudar a comercializarlo en otras partes del mundo si su precio supera un mínimo, una medida que dañará las arcas del Kremlin pero que inevitablemente también elevará el ticket del repostaje, como ya han dejado entrever las subidas de los futuros del diésel. El reto es mayúsculo: la Unión Europea importa un tercio de todo su diésel y de esas compras cerca de la mitad provenían de Rusia en 2022, de manera que ahora afronta un agujero de 600.000 barriles diarios.
La escasez de suministros a la que dio paso la pandemia disparó el precio del petróleo, y con él el de todos sus derivados. Esa situación se agravó con la guerra de Ucrania, que está obligando a la Unión Europea a desengancharse del suministro ruso y a buscar fuentes alternativas en un momento en el que las renovables aún no están preparadas. Los embargos al carbón, el petróleo y ahora el diésel y otros derivados del crudo de su problemático vecino no hacen sino ahondar en esa escalada de costes.
El gasoil, con un mayor rendimiento que la gasolina, es el tipo de carburante que usan los vehículos pesados y la maquinaria industrial —en Europa el 91% de las furgonetas y el 96% de los camiones lo emplean—. Es la razón por la cual su precio solía ser menor al de la gasolina: al estar destinado principalmente a profesionales, los impuestos que pesan sobre él son menores. Pero su uso no se limita únicamente a la industria, como demuestra que el 42% del parque de coches de pasajeros lo utilice o que la mitad del consumo de combustibles europeo proceda del gasóleo, por delante del 16% de la gasolina, el 8% de la nafta o el 6% del queroseno. Por eso el embargo a las importaciones rusas ha puesto el foco sobre el diésel y no otros carburantes, porque es el que más peso tiene tanto en la industria como en la economía global europea.
Si tenemos en cuenta además que hasta ahora las refinerías del continente servían para satisfacer dos tercios de la demanda interna, ese flujo externo cobra aún más importancia si se tiene en cuenta que el refinamiento europeo baje su aportación: la UE ha perdido 24 refinerías y el 10% de su capacidad de refino en la última década. Además, muchas de las 75 que continúan en activo están adaptadas al petróleo ruso —cuando no atadas directamente a su suministro por tubería— y tendrán muy difícil reconvertirse para procesar otros tipos de crudo.
La cartera de proveedores tampoco ofrece muchas alternativas, ya que la venta de diésel requiere una tecnología y una infraestructura más avanzada que en el caso de la simple exportación de crudo y varios productores están priorizando sus reservas —China, por ejemplo, reducirá a la mitad sus exportaciones—. En el último año Europa también ha recibido importantes cantidades de gasoil de Arabia Saudí, India, Estados Unidos y Emiratos Árabes Unidos, pero esta por ver hasta qué punto estos podrán aumentar sus envíos. Las reservas de hecho de Estados Unidos están en mínimos históricos.
Por esa razón, lo más probable es que el precio de diésel aumente en los próximos meses, a medida que la Unión Europea también agote sus reservas y el agujero del gasóleo ruso se empiece a notar. A medio plazo, sin embargo, el coste debería moderarse coincidiendo con el reajuste de las rutas internacionales y la ampliación de la capacidad de refinamiento de Kuwait y Arabia Saudí para finales de año y de Omán para 2024. Rusia se llevará probablemente la peor parte: Moscú ha desviado —y abaratado— con éxito sus exportaciones de petróleo a India y China, pero dado que estas prefieren refinarlo en su territorio el diésel ruso tendrá mucho más difícil encontrar nuevos destinos.
Italia, Países Bajos, Francia y Finlandia son los países de la Unión Europea con los impuestos más altos sobre los combustibles
Por Álvaro Merino
29 marzo, 2022
Llenar un depósito medio de 55 litros de un coche cuesta en España hoy algo más de cien euros, mientras que hace dos años el precio rondaba los setenta en el caso de la gasolina y los sesenta en el del diésel. Los desajustes provocados por la pandemia en la cadena de suministro y la invasión rusa de Ucrania, con la transición verde emprendida por Europa de fondo, han disparado el coste de los combustibles fósiles. Y al igual que ocurre con los alimentos, se trata de una subida que los ciudadanos acusan en su día a día, con los riesgos que ello implica para el bienestar social y el equilibrio democrático.
En una región como la Unión Europea, que apenas cuenta con yacimientos de hidrocarburos y que depende sobremanera de las importaciones, esta situación está dejando con aún menos margen de actuación a los gobiernos europeos. De hecho, la rebaja de los impuestos especiales que gravan los combustibles con el objetivo de desincentivar su uso y las ayudas económicas directas son de las pocas medidas que las capitales han comenzado a tomar para atajar la actual crisis.
Se trata en cualquier caso de alternativas complicadas. Las transferencias de dinero a los ciudadanos más afectados son difíciles de calibrar y calcular en función de la renta, de forma que pueden acabar cayendo en saco roto y beneficiar a los conductores más pudientes, mientras que la rebaja de impuestos necesita de la aprobación de la Comisión Europea y por lo tanto de más tiempo. También supone avanzar en dirección contraria a la transición ecológica y una pérdida de recaudación para los Estados en un momento muy delicado a nivel económico.
En concreto, La Unión Europea, donde el sector petrolero aún desarrolla una intensa actividad de lobby, establece un impuesto especial sobre los combustibles de al menos 36 céntimos por cada litro de gasolina y 33 de diésel, pero la mayoría de Estados miembros han optado por elevar esa recaudación, a la que también hay que añadir el impuesto sobre el valor añadido. A julio de 2021, Italia, Países Bajos, Francia y Finlandia eran los que más habían endurecido el impuesto sobre los combustibles en el conjunto de la Unión Europea, mientras que Europa del Este era la región con las tasas más laxas —en el caso de Hungría el impuesto se establece en la moneda nacional y, al convertirse a euros, está incluso ligeramente por debajo del mínimo comunitario—.
Francia, por ejemplo, uno de los países más rápidos en actuar contra la subida del precio del combustible, ha preferido ahorrar quince céntimos por litro a los conductores a través de una compensación a los distribuidores y no con una rebaja de impuestos «antiecológica«. A pesar de ello, las prisas por contener la indignación popular ha llevado a la mayoría de capitales a tantear la opción de adelgazar la comisión del Estado.
En el recuerdo, la crisis de los chalecos amarillos que vivió Francia a finales de 2018 a raíz de una propuesta para elevar el impuesto al diésel y que tuvo al Ejecutivo de Emmanuel Macron contra las cuerdas durante varias semanas. Las protestas pusieron en alerta a la Comisión Europea, que está inmersa en una transición energética para arrinconar a los combustibles fósiles y que basa en el principio de “quien contamina, paga” el grueso de su estrategia.
El peligro de ignorar sus implicaciones sociales era el mayor riesgo de ese salto. El progresivo endurecimiento de los objetivos, sin embargo, había permitido hasta ahora evitar grandes pérdidas en el poder adquisitivo de los ciudadanos, pero la subida del precio del gas y el diésel han abierto una brecha inesperada y de difícil solución.
El mapa de los gasoductos de Europa recoge las principales fuentes de aprovisionamiento del continente, donde hay una gran dependencia energética
Por Abel Gil
24 octubre, 2021
Uno de los grandes problemas del Viejo Continente es su dependencia energética. Exceptuando los yacimientos de gas y petróleo del mar del Norte, insuficientes para abastecer la región, Europa occidental carece de fuentes de energía no renovables. Esto ha llevado a una densa red de gasoductos sobre el mapa de Europa que permiten abastecer la Unión Europea desde Argelia, Azerbaiyán, Irán y, sobretodo, Rusia.
Rusia suministra en torno al 40% de la demanda de gas de la Unión Europea –incluyendo en esta estadística a Reino Unido–, aunque con grandes diferencias entre países: el gas ruso supone la práctica totalidad del gas consumido en los países bálticos, Suecia o Finlandia; y más de la mitad del suministro en países como Polonia, Chequia, Eslovaquia o Austria; además de en torno a un 40% para la potencia económica y demográfica de la Unión, Alemania.
Las tensiones políticas con Rusia y la dependencia de Europa occidental del gas ruso han creado una paradoja que paraliza y condiciona las relaciones entre ambas potencias, ejemplificadas por la política exterior de Alemania. Los conflictos en Ucrania, en los que Rusia está plenamente involucrada, y en Bielorrusia, con una oposición refugiada en Lituania y Polonia y un régimen mantenido por el Kremlin, han llevado a que Moscú busque vías alternativas para vender su gas en Europa.
La primera solución de Rusia pasó por la construcción de un nuevo gasoducto a través del mar Negro, el South Stream, que, no obstante, fue cancelado tras la anexión rusa de Crimea. Tras esto, la alternativa pasó al norte del mapa de Europa, a la ampliación del Nord Stream con un nuevo gasoducto, el Nord Strem 2, que cruza el mar Báltico y abastece directamente a Alemania puenteando el área de inestabilidad en la zona de fricción entre la Unión Europea y Rusia.
El segundo mayor exportador de gas a la UE es Noruega, con un tercio de suministro total. La exportación de gas y petróleo del mar del Norte ha permitido a Noruega poseer uno de los mayores fondos soberanos del mundo y financiar, paradójicamente, su transición verde. Desde las plataformas gasíferas del mar del Norte los gasoductos se extienden por el mapa hacia Reino Unido y Países Bajos, desde donde se distribuye el gas hacia el corazón de Europa.
El tercer abastecedor de gas a la UE es Argelia, principal suministrador de España, Portugal, Italia o Francia. Las rivalidades entre Argelia y Marruecos han llevado al cierre del gasoducto transmediterráneo, que enviaba gas a España desde Argelia transitando por Marruecos. La importancia de Argelia para diversificar las fuentes de abastecimiento europeo ha llevado a Bruselas a hacer la vista gorda sobre la política argelina.
Por su parte, la infraestructura para abastecer a Europa de gas procedente de Irán y Azerbaiyán, a través de Turquía está incompleta, y el porcentaje de gas que procede de estos Estados es pequeño. A Grecia llega poco más del 14% del gas desde Turquía, mientras que en Chipre supone un cuarto de su abastecimiento. Ambos países son los principales importadores, con diferencia, por la vía turca.
Las sanciones a Irán, las disputas con Turquía por los yacimientos de gas del mediterráneo oriental y la cancelación del South Stream han paralizado los gasoductos diseñados para llegar a Italia y Europa central a través de los Balcanes.
25 abril, 2021
por Álvaro Conde
La Unión Europea consume una quinta parte de la energía mundial y es su mayor importador. Sin embargo, sus reservas son escasas. Esta vulnerabilidad obliga a Bruselas y a los Estados miembros a tratar de aumentar su seguridad en un sector estratégico, en el contexto de un entorno geopolítico cada vez más complejo y con miras a descarbonizar la economía y consolidar la transición energética.
Cargar un teléfono móvil, repostar un vehículo en una gasolinera o ducharse con agua caliente pueden ser acciones cotidianas en Europa, pero representan el final de una serie de complejos procesos técnicos, logísticos y financieros. La energía que las permite es un sector estratégico y un motor de la economía mundial. Y sobre todo para sus grandes importadores, asegurar un abastecimiento continuo y asequible es clave.
Los recursos energéticos provenientes de hidrocarburos —como el petróleo, el gas natural y el carbón— se extraen de la tierra, se tratan y almacenan. Además de la electricidad a partir de esos recursos o de fisión nuclear, también puede producirse con aerogeneradores, centrales hidroeléctricas y paneles solares. La energía después se transporta por barco entre continentes, por gasoductos de cientos o miles de kilómetros, o a través de la red eléctrica. Este proceso requiere infraestructuras que garanticen un suministro ininterrumpido de energía, pero también mercados que funcionen.
En las últimas décadas, el crecimiento económico y demográfico de países como China e India ha aumentado la demanda de energía mundial. Y se espera que la tendencia continúe, lo que puede causar déficits o interrupciones en el suministro. Los cambios de precio y los riesgos geopolíticos son mayores para los países con menos recursos energéticos y que dependen del suministro externo, ante la distribución desigual de las reservas y producción de hidrocarburos, concentrada en el golfo Pérsico y en torno al mar Caspio. En ese contexto, la Unión Europea es el tercer mayor consumidor de energía del mundo después de China y Estados Unidos, pero tiene pocas reservas propias. La economía europea depende en parte de importar energía para cubrir su demanda, así que es vulnerable a shocks externos en el suministro y dependiente en la escena internacional.
La UE es el mayor importador de energía del mundo: importa más de la mitad de la energía que consume, por unos mil millones de euros diarios, aunque esta cantidad depende del precio del petróleo y la marcha de la actividad económica. Además, las importaciones energéticas afectan a la competitividad y pueden generar desequilibrios económicos en muchos países. Todos los Estados miembros de la Unión son importadores netos de energía y, aunque la situación varía entre ellos, dependen de pocos países proveedores, la mayoría en zonas inestables.
Por tanto, la UE necesita preservar su seguridad energética: la disponibilidad ininterrumpida de energía a un precio asequible y sostenible para el medioambiente. Conseguirla depende de factores como la disponibilidad y precios de la energía, la gobernanza de su comercio, las infraestructuras, la eficiencia energética, o los efectos sociales y medioambientales. Para medir la seguridad energética de un país, la Oficina Europea de Estadística, más conocida como Eurostat, publica una tasa de dependencia energética, que muestra la proporción de energía que una economía debe importar. Además, la UE utiliza una serie más extensa de indicadores de dependencia energética, que en conjunto revelan la vulnerabilidad de un país ante una crisis de precios o interrupciones prolongadas en el suministro.
Variación de la tasa de dependencia energética de los países de la UE entre 2000 y 2018. Fuente: Eurostat
Los resultados son mixtos: la tasa para la UE aumentó apenas del 56 al 58% entre el 2000 y 2018, pero la situación es distinta según el país. La tasa es superior al 90% en Malta, Luxemburgo y Chipre, e inferior al 25% en Rumanía, Dinamarca y Estonia. Y las tendencias también varían. La ahora menor producción interna de países productores como Dinamarca o Países Bajos ha incrementado su tasa de dependencia energética, mientras que Estonia ha alcanzado la autosuficiencia con la técnica del fracking.
En 2019, el principal producto energético que la UE importó fue el petróleo crudo y derivados, que representaron casi dos tercios de las importaciones de energía, el triple en proporción que el gas natural y más de diez veces la del carbón. Rusia es el principal abastecedor de productos energéticos a la UE, con cuotas superiores al 40% en carbón y gas natural, y de un 30% en petróleo crudo en 2018. En este último caso, la UE tiene más proveedores que en las otras dos fuentes de energía, donde la oferta se encuentra mucho más concentrada. No obstante, existen diferencias según el Estado miembro, algunos con más proveedores y otros dependientes de uno solo, siendo vulnerables ante las interrupciones del suministro o averías en la infraestructura. Por ejemplo, mientras que Francia y España tienen varios proveedores de petróleo y gas natural, Eslovaquia o Finlandia dependen de Rusia casi como único proveedor externo.
Existen varios desafíos y preocupaciones sobre la vulnerabilidad del suministro. Por un lado está el riesgo frente a accidentes, desastres naturales y ciberataques a la infraestructura crítica. Por otro, Bruselas enfrenta el factor geopolítico ante una nueva crisis política o militar, por ejemplo, en la entrega de gas natural ruso a través de Ucrania o de petróleo en el estrecho de Ormuz. De fondo, también preocupan los cambios en los flujos de energía hacia economías emergentes, sobre todo China e India, que restrinjan la oferta de energía disponible para Europa. Los Veintisiete lo saben y han desarrollado estrategias y políticas para aumentar su seguridad energética.
Para cualquier país ha sido vital tener un suministro de energía seguro desde que el carbón y el petróleo se convirtieron en fuerza motriz de la industrialización y para el desarrollo de la sociedad moderna. El control de recursos energéticos ha motivado guerras en Europa, pero la energía también fue parte del origen de la UE. El Tratado de París de 1951 sobre el carbón y el acero entre Francia, Italia, Alemania Occidental y el Benelux apenas seis años después del fin de la Segunda Guerra Mundial fue el germen de la Unión actual. En esa línea, en 1957 se creó la Comunidad Europea de la Energía Atómica, o Euratom, para coordinar la política común de energía atómica.
https://elordenmundial.com/mapas/la-cronologia-de-la-integracion-europea/
La seguridad energética ha sido clave para las políticas comunitarias y nacionales, pues el buen funcionamiento de la economía está ligado con suministros de energía eficientes y sostenibles. En la UE, las subidas en el precio del petróleo desde principios del siglo XXI y las crisis del gas entre Ucrania y Rusia por disputas políticas y sobre las tarifas encendieron las alarmas en Bruselas y otras capitales. Los gasoductos rusos pasan por Ucrania rumbo al bloque, y esas disputas entre Moscú y Kiev desembocaron en que Gazprom, la empresa estatal rusa de gas, le cerrara el grifo a Ucrania por falta de acuerdo sobre el precio e impagos. La situación se repitió en los inviernos de 2005 a 2006, 2008 a 2009 y 2014, y causó desabastecimientos durante semanas en Polonia, Hungría o Alemania.
Tras la disputa de 2006 entre Moscú y Kiev, la Comisión Europea introdujo su primera política energética común para diversificar y ampliar las rutas y fuentes de suministro de energía. Desde entonces, la UE ha promovido estrategias, reformas e iniciativas de cara a prevenir y gestionar futuras crisis. Además, la legislación europea obliga desde 2009 a los Estados miembros a mantener reservas mínimas de petróleo equivalentes a mínimo noventa días de importaciones netas o 61 días de consumo, lo que sea mayor.
En mayo de 2014, la Comisión dio un paso fundamental en materia de integración con su Estrategia de Seguridad Energética. Bruselas proponía medidas para fortalecer los mecanismos de emergencia y solidaridad, y para proteger mejor la infraestructura crítica. La intención era consolidar el mercado de energía interno y construir la infraestructura que faltaba. Una tarea nada fácil, pero necesaria, pues eliminaría los cuellos de botella internos, como la falta de interconexión de las redes eléctricas entre países, y daría respuesta rápida y eficaz a posibles interrupciones del suministro, al poder redirigir los flujos de energía dentro de la Unión. La preocupación principal para los Estados miembros pasaba por la seguridad del suministro, pero la sufrían más en regiones poco integradas y conectadas, como el Báltico y parte de Europa del Este.
El siguiente paso se dio en marzo de 2015, cuando los jefes de Estado europeos aprobaron un plan para crear la Unión de la Energía. Esta iniciativa pretende reforzar la seguridad energética de la UE, integrar más el mercado de energía interno, mejorar la eficiencia del sector, descarbonizar la economía en línea con el Acuerdo climático de París y desarrollar investigación e innovación relacionadas con la energía. Por otro lado, la Comisión Europea dio a conocer en 2016 un conjunto de medidas de seguridad energética para reforzar el bloque ante interrupciones en el suministro de gas. Estas medidas se basan en el «principio de solidaridad», que obliga a los Estados miembros a ayudar a sus vecinos frente a nuevas crisis de suministro. Sin embargo, aunque esa “solidaridad energética” es una base del proceso de integración europea y la piedra angular de la política energética de la Unión, no se ha definido cómo debería implementarse.
https://elordenmundial.com/mapas/grandes-productores-energia-solar-mundo/
Otra pieza importante de la estrategia comunitaria para impulsar la seguridad energética es el aumentar el acceso al gas natural licuado (GNL) y al almacenamiento de gas. Durante la última década, y en el marco de la lista de Proyectos de Interés Común de la Comisión Europea, el desarrollo de infraestructuras para importar GNL ha contribuido a reducir la dependencia en las importaciones de gas natural convencional y a aumentar los proveedores. Los países bálticos notan el cambio. Lituania dependía del gas convencional ruso, pero desde que construyó en 2014 una terminal de regasificación, para transformar el GNL en gas natural convencional, ha reducido a la mitad el precio de importación y cubre alrededor de la mitad de sus necesidades con GNL de Noruega y, en menor medida, Estados Unidos. Por su parte, Letonia ahora puede almacenar suficiente gas para abastecerse durante meses.
La Unión también se ha valido del poder regulatorio y la diplomacia. Ha estrechado la colaboración con los países proveedores para intentar despolitizar el comercio de energía y desarrollar nuevas rutas de tránsito, por ejemplo, en el Cáucaso, con el nuevo gasoducto TAP desde Azerbaiyán. No obstante, pese a contribuir a la integración, estas medidas apenas mitigan las dificultades energéticas en Europa, que son estructurales.
En la UE existen intereses comunes en política energética, sobre todo para integrar mejor el mercado y tener una sola voz hacia el exterior. Sin embargo, como es usual en el bloque, también existen diferencias entre regiones y países, que valoran distinto los riesgos geopolíticos de cada decisión. Por ejemplo, mientras que los países del Báltico y Polonia buscan depender menos de Rusia, también en materia energética, Alemania o Francia se sienten más cómodos en una relación económica más estrecha con Moscú.
La seguridad de suministro de gas natural es cada vez más relevante en el plano económico y geopolítico. Los proveedores son pocos y no se reemplazan con facilidad. Además, los suministros dependen de infraestructuras vitales, como gasoductos o terminales de GNL, que requieren importantes recursos para su construcción y mantenimiento. Existen dos tipos de riesgos geopolíticos derivados del suministro de gas: una interrupción inmediata y que el suministro sea insuficiente para satisfacer la demanda. En ambos casos, la UE debe confiar en su capacidad diplomática con Rusia, Noruega y Argelia, los mayores proveedores de gas natural convencional al bloque, y los dos primeros también de petróleo.
Desde la llegada de Vladímir Putin al Kremlin, Rusia ha empezado a aprovechar sus instrumentos económicos para sus fines geopolíticos. Moscú ha recuperado recursos financieros e influencia gracias a sus ingresos por las exportaciones de energía, las estructuras industriales estatales y, en el sector del gas, el control de la infraestructura, junto con las altas cuotas de mercado y el predominio sobre países compradores. Rusia es uno de los tres mayores productores de petróleo y gas natural del mundo y depende mucho de los ingresos de las exportaciones de hidrocarburos, que financian buena parte del presupuesto estatal. La energía seguirá siendo fundamental en la compleja relación entre Bruselas y Moscú debido la proximidad geográfica y las enormes reservas de recursos naturales de Rusia, sobre todo de gas natural, sumado a la falta de alternativas viables para Europa.
La relación con Noruega también es esencial, pues es el segundo máximo proveedor de gas natural e importante proveedor de petróleo de la Unión. No obstante, las relaciones con Oslo gozan de buena salud y el riesgo geopolítico es mínimo: el país escandinavo, aunque fuera de la Unión, es un socio estratégico, miembro de la OTAN y una democracia plena, a diferencia de Rusia y Argelia.
Argelia es el tercer proveedor de gas de la Unión, que es la mayor importadora de gas argelino. Para los países del sur de Europa, como España, la relación con el país norteafricano es clave. La inestabilidad política en Argelia se observa con inquietud desde el otro lado del Mediterráneo, ante el riesgo de que puedan perjudicar el suministro. Con todo, el gas argelino tiene cada vez más competencia con la fuerte irrupción del GNL en el mercado europeo, y su situación como productor es cada vez menos halagüeña por la mala gestión y falta de inversión del Gobierno argelino.
El GNL se ha convertido en una fuente de competencia y flexibilidad en el mercado de gas, reforzando la seguridad de suministro y contrarrestando la caída de la producción de la UE. Estados Unidos, Catar y Nigeria, pero también Rusia, han aumentado sus exportaciones de GNL a la Unión. La interdependencia energética entre Estados Unidos y los Veintisiete es cada vez mayor: el mercado europeo representa la mitad de las exportaciones de GNL estadounidense y Washington es ya el principal proveedor de GNL de la Unión, con cerca del 30%.
Por ello Estados Unidos también presiona, impone sanciones a empresas y eleva el tono contra algunos Estados miembros, especialmente Alemania, para bloquear la finalización del gasoducto Nord Stream 2. Este proyecto doblaría la capacidad de envío de gas natural convencional directamente de Rusia a Alemania a través del mar Báltico. Sus críticos argumentan que va contra los principios de la política energética común, que reforzará la dependencia energética con Rusia y que debilitará política y económicamente a países de tránsito como Ucrania. Por su parte, Alemania argumenta que es un proyecto necesario y que ayudará a despolitizar el comercio de energía entre la UE y Rusia.
Por último, el Mediterráneo oriental también ha cobrado importancia en la agenda energética europea. La disputa por controlar las reservas de gas natural halladas en la región en los últimos años ha tensado las relaciones de la UE, sobre todo de Grecia y Chipre, con Turquía. Ankara busca explotar estos recursos y posicionarse como centro energético, al ser un país de tránsito para el gas procedente del golfo Pérsico, Rusia y el mar Caspio. Israel también ha entrado en la ecuación con el hallazgo de reservas frente a sus costas en la última década. Todo esto choca con los intereses de la UE de despolitizar el comercio de energía y de ganar autonomía energética.
Al reto de la seguridad energética de Europa se le une ahora el cambio climático. La transición energética pretende contrarrestar esa crisis, reemplazando a largo plazo los combustibles fósiles por energías renovables, como la solar y eólica. Este cambio de modelo entrelaza tres ejes: descarbonizar el sistema eléctrico, electrificar la economía y aumentar la eficiencia energética. Los dos primeros están aún más ligados, pues descarbonizar la generación eléctrica con energías renovables permitirá electrificar y descarbonizar procesos que dependen de combustibles fósiles, como el transporte terrestre o algunas industrias. El tercero responde a un consumo de energía menor y más eficiente, por ejemplo, gracias a la mejora del aislamiento de los edificios.
Buena parte de estos cambios ya están en marcha a nivel nacional y han ganado peso en Bruselas. La Comisión introdujo en 2006 la sostenibilidad medioambiental como elemento indisoluble de su estrategia energética, y en 2013 presentó una nueva estrategia para casar la política energética y climática. Ahora, con la pandemia, los fondos de recuperación de la UE tienen un fuerte componente climático, abarcando un 30% del presupuesto. El Pacto Verde Europeo pretende ser la piedra angular para transformar el modelo productivo y descarbonizar la economía. Sin embargo, su aplicación dependerá de la capacidad de la Unión para remar en una misma dirección y gestionar las distintas velocidades de los Veintisiete, también en este ámbito. En Alemania, Dinamarca o España, la transición energética marcha desde principios de siglo, mientras que en Polonia, Hungría o la República Checa apenas comienza.
La cuestión energética es prioritaria para la UE y un quebradero de cabeza en muchas capitales. En sus objetivos de desarrollo a largo plazo destaca la seguridad energética, pero las diferentes visiones entre Estados dificultan unificar la voz de cara al exterior y marcan la vulnerabilidad del bloque. Aunque la UE persigue objetivos medioambientales, económicos, sociales y geopolíticos en conjunto, cada país tiene una estructura económica y energética distinta, unos intereses y prioridades propios, y un entorno sociopolítico particular. Aun así, Bruselas ha dado pasos importantes en integración energética, y descarbonizar la economía se postula como la vía principal de recuperación pospandemia. Las futuras decisiones geopolíticas, comerciales y sobre la transición marcarán si Europa puede solventar la cuestión energética o si, por el contrario, seguirá como motivo de discordia y dependencia estratégica para la Unión.
Todavía existen decenas de centrales en Europa que utilizan energía fósil como el petróleo, el gas natural o el carbón para generar electricidad.
Por Álvaro Merino
6 junio, 2021
En 2019 el 71% de toda la energía generada en la Unión Europea provino de combustibles fósiles, es decir, del petróleo (36%), del gas (22%) y del carbón (13%). Es por esta razón que el celebrado Pacto Verde Europeo y la transición energética plantean un reto mayúsculo para las instituciones y capitales europeas, en tanto que deben acometer un cambio radical en su sistema productivo para alcanzar la ansiada neutralidad climática. 2050 es, por ley, la fecha para la que deben compensar sus emisiones de gases de efecto invernadero con la absorción natural que realizan sus bosques.
Se trata de un objetivo común, pero las realidades son muy distintas. Hay países que dependen enormemente del petróleo, como Chipre (90%), Malta (87%) o Luxemburgo (65%), del gas en el caso de Italia (39%) y Países Bajos (37%) o del carbón como Estonia (60%) y Polonia (43%), los cuales necesitarán de una inversión mayor y presumiblemente de más tiempo que el resto de socios europeos para completar la transición energética. Francia, por ejemplo, basa ya gran parte de su suministro en la energía nuclear, un 41% del total, mientras que Suecia y Letonia ya están extrayendo un gran rendimiento de la energía renovable (41% y 37%, respectivamente).
De hecho, en el abandono del carbón existen actualmente tres velocidades muy distintas en la Unión Europea: Suecia, Bélgica y Austria, los únicos Estados miembros que de momento han prescindido totalmente del carbón para generar energía, y a los que pronto se unirá Portugal, lideran una de ellas, mientras que Alemania, Polonia y en general el bloque del este siguen siendo reticentes a decirle adiós al carbón y continúan prorrogando su proceso de descarbonización.
Alemania, por ejemplo, que pretende acabar con el carbón en 2038, abrió una nueva central que emplea esta fuente de energía en 2018 al norte de Dortmund, mientras que Polonia opera la cuarta central de carbón más grande del mundo y la primera de Europa, Bełchatów, una instalación faraónica que emite al año tanto CO₂ como toda Dinamarca entera. En este sentido, Polonia, Rumanía y Bulgaria no cuentan aún con un plan de eliminación progresiva de este tipo de centrales, mientras que Chequia y Eslovenia aún están decidiendo fechas.
En la vía intermedia se sitúan países como España, Francia o Italia, cuyos Gobiernos están cerrando poco a poco centrales que usan combustibles fósiles sólidos y que en los próximos años podrán darle la patada definitiva al carbón. Razones no faltan para ello: se trata del combustible fósil que más CO₂ produce, casi el doble que el gas natural, y también contamina al aire con las pequeñas partículas que desprende al ser quemado. Por si fuera poco, utilizar carbón para generar electricidad es cada vez más caro en Europa como consecuencia de la introducción del mercado de derechos de emisión.
Con todo, la mitad de las 324 centrales energéticas de carbón que existían en la UE han cerrado ya o han anunciado su cierre antes de 2030, lo que ha provocado que la generación de este tipo de energía se haya reducido a la mitad desde 2016. Europa, poco a poco, avanza hacia la neutralidad climática y, con ello, hacia la soberanía energética.
Las reservas de gas en Europa se encuentran en su nivel más bajo de la última década. La región presenta una fuerte dependencia energética
Por Álvaro Merino
31 octubre, 2021
En medio de una crisis energética que lleva meses golpeando con dureza a la factura de la luz en toda Europa, las reservas de gas están en su nivel más bajo de la última década: a mediados de febrero, apenas llegaban al 33% de la capacidad máxima de almacenamiento que tiene el continente. Si comparamos ese dato con el 47,6% de la media de los años comprendidos entre 2011 y 2020 o el 42,6% del pasado año, cuando el gas llegaba con más fluidez a la Unión Europea, la conclusión es alarmante.
Los datos, actualizados periódicamente, provienen de Gas Infrastructure Europe (GIE), la asociación de operadores europeos de infraestructura de gas —compuesta por 67 compañías pertenecientes a 26 países, incluido Reino Unido, aunque la información sobre reservas de combustible solo está disponible para 19 de ellos—
Y aunque las cifras ya son bajas, es posible que todavía se puedan vivir momentos más complicados. La temporada invernal, que en términos energéticos se extiende desde comienzos de octubre hasta finales de marzo, es la que presenta una mayor demanda de gas de todo el año. El descenso de las temperaturas obliga a emplear más electricidad para calentar los hogares europeos, lo que suele traducirse en aumentos de la factura, y suele ser necesario acudir a las reservas de gas para dar respuesta a los picos que se producen en la demanda. De hecho, en marzo de 2019 las reversar de gas europeas llegaron a situarse en el 17,81 de su capacidad.
Si a un almacenamiento excepcionalmente bajo le sumas un mercado gasístico internacional tensionado, la combinación puede ser explosiva. Sobre todo en una Europa que cada vez está más cerca de incluir el gas, menos contaminante que el petróleo y el carbón, en su taxonomía verde para la transición energética. Junto a esto, vaciar las reservas también plantea una amenaza geoestratégica para la UE, que en caso de sufrir una interrupción del abastecimiento de gas quedaría en una posición muy delicada a nivel internacional.
La falta de abastecimiento del mayor proveedor europeo, Rusia, a quien Polonia acusa de limitar el flujo de gas para crear una falsa sensación de urgencia que diera un impulso definitivo a la activación del gasoducto Nord Stream 2, ha empujado a la UE a competir en los mercados internacionales. Allí se ha encontrado con otros países ansiosos también por incrementar sus reservas, incluidas potencias como Japón, India o China, que están ofreciendo mucho más dinero para hacerse con el gas estadounidense.
Pero no es solo la competencia internacional lo que explica la falta de reservas en Europa. La culpa también es de la escasa producción de energía renovable y de un invierno pasado muy frío en el que los europeos necesitaron más electricidad de lo habitual.
La combinación de estos tres factores provocó un desplome de las reservas de gas en los últimos meses de 2020 y los primeros de 2021 del que los países comunitarios no se han conseguido reponer a tiempo, ya que noviembre es la fecha a partir de la cual más necesario es este almacenamiento.
Todo ello redunda en la necesidad de la Unión Europea de avanzar hacia la autonomía energética. El bloque es el mayor importador de energía del mundo, lo que le hace vulnerable a shocks externos en el suministro y dependiente en la escena internacional. Todos los Estados miembros son importadores netos de energía y están a merced de un puñado de países proveedores, la mayoría en zonas inestables. Por ello, Europa necesita invertir en la generación de energía renovable, para asegurarse una disponibilidad ininterrumpida de electricidad a un precio asequible y sostenible para el medioambiente.
La mayoría de países de la Unión Europea producen su electricidad con al menos un 32% de energías renovables, el objetivo de la Comisión.
Por Álvaro Merino
24 agosto, 2021
La hoja de ruta está clara. En 2010 las energías renovables debían cubrir al menos el 12,5% del consumo total de electricidad en los Estados miembros de la Unión Europea. En 2020, el 20%, y en 2030, el 32%. Ahora la Comisión Europea quiere elevar esta última cifra al 40%, pero todavía necesita la aprobación del Parlamento Europeo y los 27 socios comunitarios.
El objetivo principal de este requisito es reducir las emisiones de gases de efecto invernadero, concretamente en al menos un 55% para 2030 en comparación con los niveles de 1990. Anteriormente la meta era el 40%, pero Bruselas actualizó su estrategia el pasado mes de abril con la intención de alcanzar la neutralidad climática en 2050, es decir, conseguir un balance cero entre la emisión de dióxido de carbono (CO2) a la atmósfera y la absorción del mismo, un proceso que los bosques realizan de forma natural.
Pero ese no es el único objetivo. En su lugar, la Comisión Europea pretende que la transformación energética también diversifique el suministro de electricidad y reduzca la enorme dependencia de los combustibles fósiles que acusa el bloque europeo.
No en vano, la UE es el mayor importador de energía del mundo: compra del exterior más de la mitad de la energía que consume por unos 1.000 millones de euros diarios. Se trata de hidrocarburos en manos de apenas un puñado de proveedores, la mayoría en zonas inestables. Esa necesidad energética coarta en muchas ocasiones la posición geopolítica de Bruselas, sobre todo con Rusia, que en 2018 suministró a Europa más del 40% del carbón y el gas natural y el 30% del petróleo crudo que necesitó.
Por si fuera poco, el crecimiento de la energía renovable también podría estimular el empleo en la UE a través de la creación de nuevos puestos de trabajo ligados a las nuevas tecnologías verdes.
A falta de la consolidación de las cifras del último año, en 2019 la energía renovable supuso el 19,7% de la energía consumida en la UE, muy cerca del objetivo fijado para 2020. Sin embargo, existen profundas diferencias en el mix energético de cada Estado miembro.
Así, Luxemburgo, Lituania, Austria, Dinamarca, Croacia, Suecia y Portugal producen más de la mitad de su electricidad a partir de energías renovables, tal y como muestran los datos de Eurostat de 2019. De hecho, la mayoría de países ya sobrepasan el umbral del 32% fijado para 2030, aunque si este finalmente es elevado al 40% habrá miembros que deberán redoblar sus esfuerzos, como es el caso de España o Grecia.
En cuanto a los países que aún tienen mucho camino por recorrer en la transición energética, Chipre, que utiliza el petróleo para producir el 90% de su electricidad; Malta, que basa el 88% de su suministro en el gas; y Polonia, que utiliza el carbón para producir el 73% de su energía, son los peores posicionados.
En un punto intermedio se sitúan países como Hungría, Francia o Eslovaquia, territorios que si bien no cuentan con una gran producción de energía renovable tampoco dependen en gran medida de la energía convencional, esto es, aquellas energías que se encuentran en la naturaleza de forma limitada y que han sido usadas tradicionalmente para generar electricidad en todo el mundo.
En su lugar estos países apuestan por la energía nuclear, una fuente a medio camino entre la energía contaminante y la energía limpia. Aunque las reservas de uranio, el combustible nuclear, no son tan escasas como los hidrocarburos y su producción no genera gases de efecto invernadero, la energía nuclear sí es contaminante en tanto en cuanto genera residuos radiactivos que tardan miles de años en degradarse.
La Unión Europea, sin embargo, aún debe posicionarse. El lobby nuclear presiona para que este tipo de energía reciba la etiqueta de “sostenible”, una categorización necesaria para que los nuevos proyectos puedan considerarse como inversiones verdes y sean por tanto bonificados, pero Bruselas trata de recabar más información antes de tomar una decisión.
En la Europa actual existen más de 180 reactores nucleares trabajando en distintas centrales, siendo claves en la generación de energía.
Por Álvaro Merino
26 abril, 2021
En 2019, el 26% del total de la energía producida en la Unión Europea se dio en centrales nucleares. Sin embargo, lejos de tener un enfoque común, las capitales europeas difieren a la hora de decidir el futuro de la energía nuclear en el Viejo Continente, una competencia puramente nacional y en la que Bruselas poco puede hacer más allá de establecer normas de seguridad para las centrales. Aquellos países que están a favor de su uso esgrimen su reducida huella de carbono y su potencial para sustituir a los combustibles fósiles en la transición ecológica. Los que están en contra argumentan el terrible impacto de los posibles accidentes, como demostraron los accidentes de Chernóbil en 1986 y Fukushima en 2011, y la difícil gestión de los residuos nucleares.
En la UE de los 27, hasta catorce Estados no producen ni un solo gigavatio de energía nuclear. Son, concretamente, Dinamarca, Estonia, Irlanda, Grecia, Croacia, Italia, Chipre, Letonia, Lituania, Luxemburgo, Malta, Austria, Polonia y Portugal. De todos ellos, Italia y Lituania son los únicos países que llegaron a contar alguna vez con al menos un reactor dentro de sus fronteras. En el caso italiano, por ejemplo, se comenzó a producir energía nuclear en la década de los sesenta, pero se decretó el cierre de todas las plantas en 1990, después de un referéndum nacional. En 2011, el entonces ministro de Desarrollo Económico por Forza Italia, Claudio Scajola, propuso volver a construir diez nuevos reactores, pero Fukushima y un nuevo referéndum en 2011, en el que el 94% de los participantes votó a favor de prohibir la construcción, paralizaron su intento.
En el lado contrario, Francia, con el 52,1% de toda la producción comunitaria; Alemania, con el 9,8%; Suecia, con el 8,6%; y España, con el 7,6%, se erigen como los grandes dominadores del mercado nuclear en la UE. No obstante, Alemania también se prepara para apagar todas sus centrales en 2022. En total son 110 los reactores nucleares en funcionamiento en la Unión, 58 de ellos en Francia, con otros cuatro en construcción en Eslovaquia, Finlandia y la propia Francia. Reino Unido y Ucrania, por su parte, cuentan con quince cada uno (a los que se añaden otro y dos más en construcción, respectivamente), Suiza con cinco, Rusia con 36 (mas seis en construcción), Armenia con uno y Bielorrusia con dos en construcción. De esta forma, la cifra total de reactores en Europa asciende a 183, una cantidad que invita a pensar que el apagón nuclear está lejos de suceder.
Mucho menos todavía en el caso de Francia. Tras la crisis del petróleo de 1973, momento en el que la mayor parte de la electricidad gala dependía de las importaciones de crudo extranjero, el entonces primer ministro, Pierre Messmer, lanzó el conocido como Plan Messmer, un ambicioso programa con el objetivo de que Francia generara toda su electricidad a partir de energía nuclear. Casi cuatro décadas después, con el 70,6% de su generación total, es el país con el mayor porcentaje de electricidad proveniente de la energía nuclear del mundo. Électricité de France (EDF), de cuyas acciones el Estado francés posee el 85%, es la encargada de generar y administrar ese flujo de energía.
La interconexión del sistema eléctrico europeo es una de los objetivos clave en la estrategia de la UE para alcanzar la autonomía energética
Por Álvaro Merino
18 octubre, 2021
Cuando se llega en avión hasta Copenhague, la capital de Dinamarca, lo primero que salta a la vista desde las alturas no es ni el puerto de Nyhavn ni el parque Tívoli, dos de los puntos más visitados de la ciudad, sino las enormes aspas de la veintena de turbinas eólicas que se levantan sobre el estrecho de Øresund.
No es para menos: en el momento de su construcción, el año 2000, el parque eólico Middelgrunden se convirtió en la granja marina más grande del mundo, y en la actualidad suministra alrededor del 4% de la energía de Copenhague. Es una buena imagen para empezar a conocer Dinamarca, el país que hace más uso de la energía eólica en todo el mundo —en 2019 basó hasta el 47% de todo su consumo eléctrico en ella y para 2035 quiere elevar ese porcentaje hasta el 84%—.
Pero el plan danés tiene en su bien más preciado también su mayor debilidad: el viento, en ocasiones, deja de soplar. Es por eso por lo que el país nórdico necesita un plan B al que acudir en aquellos momentos en los que sus molinos se encuentren parados. La solución más fácil sería volver a los combustibles fósiles y activar de forma intermitente antiguas centrales termoeléctricas; la más limpia, y la opción elegida, es conectarse mediante un cable a la red eléctrica de la vecina Noruega, que cuenta con una gran cantidad de energía hidroeléctrica.
De esta manera, cuando hay viento, ambos países funcionan con la energía eólica de Dinamarca, manteniendo los embalses de Noruega llenos, mientras que en los días más calmados en Oslo abren un poco más las compuertas de sus reservas para que el agua fluya más rápido y cubrir la demanda de sus vecinos.
Esto es lo que en el mundo energético se conoce como interconexión eléctrica, un instrumento vital en la hoja de ruta que la Comisión Europea ha propuesto para alcanzar la ansiada autonomía energética de la región. Y es que, además de facilitar la gestión de energías renovables de producción variable como la solar o la eólica, las interconexiones disminuyen el riesgo de apagones eléctricos, reducen la necesidad de construir nuevas plantas de energía y tienden a suavizar el precio de la electricidad al aumentar la competencia entre postores.
Por ello, Bruselas propuso alcanzar un nivel de interconexión del sistema eléctrico europeo del 10% para 2020, lo que significa que los Estados miembros deben disponer de cables eléctricos que permitan transportar al menos una décima parte de su producción eléctrica a los países vecinos. Sin embargo, según datos de la propia Comisión, ocho países —Rumanía, Italia, Francia, Portugal, Irlanda, España, Polonia y Chipre— no cumplieron con el objetivo, el cual se elevará hasta el 15% para 2030.
En cuanto al uso que se hace de esta infraestructura, es importante señalar que se trata de un recurso estratégico reservado para situaciones de emergencia. Al menos hasta ahora, ya que la propuesta de la Comisión pretende hacer de las interconexiones un trampolín para la energía verde en Europa, que podría fluir por todo el continente ajustándose a las necesidades de cada Estado miembro.
Esta es, además, una de las razones por la que Bruselas prefiere hablar de capacidad de transporte antes que de flujos de energía como tal, porque las interconexiones son más valiosas por la importación de recursos que ahorra al bloque comunitario —gas y petróleo de terceros países como Rusia o Argelia y su consiguiente huella medioambiental— que por el volumen de las transferencias de energía que representan. No en vano, en 2018 la mayoría de países de la Red Europea de Operadores de Sistemas de Transmisión de Electricidad (ENTSO-E, por sus siglas en inglés), formada por 35 Estados europeos, fueron importadores netos de electricidad, con Italia a la cabeza.
Gran parte de ese flujo provino de Alemania y Francia, que hacen valer la constante producción de sus centrales nucleares. El cierre de estas en la primera y la consolidación de la energía renovable en toda la UE deberían redibujar este esquema, aumentando la producción de electricidad a partir de recursos propios y, por tanto, la cantidad de energía que podría fluir a través de las interconexiones internacionales.
De esta forma, en caso de que el precio del gas volviera a descontrolarse —ya fuera por escasez como en la crisis actual, por tensiones diplomáticas o por impuestos a la emisión de carbono—, Europa no tendría que competir con el fuerte mercado asiático para asegurar el suministro de electricidad a sus hogares, sino que podría acudir a la energía eólica danesa, la solar española o la nuclear francesa.
Claro que no todos los países parten de la misma situación. Si Luxemburgo es capaz de exportar el doble de la electricidad que produce es por su privilegiada situación en el centro de Europa, mientras que Chipre, España o Portugal actúan en la práctica como islas eléctricas.
En el caso español, donde el partido ultraderechista VOX alude a la “dependencia con otros países” para explicar el fuerte aumento del precio de la electricidad, la peninsularidad de su territorio —solo está conectada al resto del continente europeo mediante Francia— y su escaso nivel de interconexión —apenas del 6,5%— generan un problema añadido para los gobiernos y administraciones. Ese aislamiento reduce enormemente la cartera de postores que participan en el Mercado Ibérico de Electricidad, y tanto las autoridades españolas como las portuguesas tienen menos margen de maniobra ante la subida de precios de las compañías eléctricas.
En este sentido, Red Eléctrica Española, gestora de la red de transporte de energía eléctrica del país, ya señaló en 2012 que “el fortalecimiento de las interconexiones con el resto de sistemas vecinos constituye la inversión más importante que debe realizarse en los próximos años”. El Reino Unido ha demostrado que la geografía no es una excusa, y ya se ha unido a los sistemas eléctricos de Francia, Bélgica, Países Bajos y Noruega, ha comenzado a hacerlo con el de Dinamarca y sondea hacerlo con el de Marruecos.
Hasta ahora todas las alternativas propuestas por los Ejecutivos europeos a la subida descontrolada del precio de la electricidad no han sido más que parches, desde la rebaja de impuestos a los ciudadanos hasta la compra conjunta de gas, y no será hasta que la Unión Europea sea autosuficiente cuando los ciudadanos podrán respirar aliviados. Para el momento en que eso ocurra, con una transición energética mediante no exenta de retos, la interconexión del sistema eléctrico europeo deberá funcionar con una buena fluidez y cobertura. De lo contrario, Europa podría quedar atrapada en su propia estrategia.
Un 60% del suministro de energía de la Unión Europea todavía proviene de fuentes contaminantes como el gas y el petróleo
Por José Luis Marín
28 marzo, 2022
En los últimos treinta años la Unión Europea ha conseguido reducir de forma significativa el uso de carbón como fuente de energía. Hoy, según datos de Eurostat, apenas un 10% del suministro energético de la Unión Europea se genera con este combustible fósil. Tras innumerables acuerdos, planes y protocolos internacionales —Tokio en 1997, París en 2015 o el pacto verde Europeo de 2019—, los datos parecen esperanzadores. El carbón, motor de la Revolución Industrial, es el combustible fósil más contaminante y el que más contribuye al cambio climático.
Pese a esto, existen también otras cifras relacionadas con el sector energético comunitario bastantes más preocupantes y que ponen en duda la ambición de gobiernos e instituciones para frenar una crisis climática que ya ha alcanzado un punto de no retorno: a cierre de 2020, apenas un tercio del suministro energético de la Unión Europea se generaba con fuentes que no emiten gases de efecto invernadero, es decir, con la nuclear (13%) y las renovables (17%).
Por si fuera poco, la reciente invasión rusa de Ucrania ha redoblado la incidencia de la crisis energética provocada por el coronavirus, tensionando aún más los mercados de combustibles como el gas y el petróleo, que todavía absorben un 60% del mix energético de la Unión Europea y que junto al carbón son responsables de cerca de 400.000 muertes anuales en la región.
En el caso del petróleo, su peso relativo en el suministro energético comunitario apenas se ha reducido en cuatro puntos porcentuales desde 1990, y sigue siendo el combustible con más presencia en el esquema energético de la UE (35%). El gas, por su parte, ha incluso aumentado su presencia en el mix en siete puntos hasta alcanzar el 24%.
En un punto intermedio se encuentra la energía nuclear, que durante los últimos treinta años ha vivido atrapada en un suerte de stand-by en el que apenas se han registrado cambios. Hoy, el peso de la energía atómica en el suministro energético de la UE es el mismo que hace treinta años, un 13%.
Pese a esto, y después de años de desinterés y abandono paulatino, la nuclear parece haber vivido un resurgimiento de la mano de factores como la crisis energética provocada por el coronavirus, la enorme dependencia de hidrocarburos procedentes de Rusia, la urgencia climática o la presión de países como Francia, la gran defensora de esta industria dentro de la UE.
En este sentido, tanto las propias instituciones europeas como varios países miembros ya han dado pasos para, al menos, no abandonar esta energía en los próximos años, cuando estaba previsto que se completase la transición ecológica. La Comisión Europea ha incluido el gas y la nuclear en su controvertida taxonomía verde, mientras que Países Bajos o Francia han anunciado la construcción de nuevos reactores.
El enorme peso que todavía tienen los combustibles contaminantes en el mix energético comunitario no es, sin embargo, el único problema que enfrenta la Unión Europea en este ámbito. La transición verde, muy ligada a otros objetivos vinculados con la soberanía energética comunitaria, no ha logrado acabar con la enorme dependencia que aún tienen la región de determinados combustibles, sino más bien al contrario.
Sin ir más lejos, desde 1990 el peso de las importaciones en el consumo energético de la UE ha crecido más de siete punto porcentuales, pasando de cerca 50% a 57,5%. Una dinámica que parece complicado cambiar si se atiende al uso extensivo que todavía tienen el gas y el petróleo en una región que apenas cuenta con unos pocos yacimientos de hidrocarburos.