A partir de los años setenta, muchas empresas occidentales subcontrataron la fabricación de sus productos en Asia o Latinoamérica
Por Álvaro Merino
2 marzo, 2023
De un taller en Arteixo (A Coruña) a convertirse en la octava marca de ropa más valiosa del mundo: el éxito de Zara deriva de su revolución de la fast fashion y las llamadas colecciones cápsula, lanzamientos muy frecuentes y de tamaño limitado. Esta es, sin embargo, solo una parte de la historia. La otra, más áspera y desconocida, tiene que ver la externalización de su producción a finales de los noventa, un proceso que deslocalizó la fabricación de sus prendas al Sur global y que abarató enormemente sus costes industriales.
La idea de Zara fue pionera en España, pero a escala global se integró en un movimiento más amplio conocido con el nombre de deslocalización industrial que se produjo en el último tercio del siglo XX. Fagocitadas por la globalización económica y la libre circulación de bienes, servicios y capitales, multitud de empresas occidentales se desprendieron de sus centros manufactureros para subcontratar la producción básica de sus productos en Asia o Latinoamérica.
La motivación no era otra que disminuir los costes: equipados con una mano de obra joven, barata y a menudo desprotegida a nivel legislativo y sometida a explotación, países como Brasil, India o China se convirtieron en el destino ideal de esa deslocalización industrial que buscaba maximizar los beneficios. Las actividades más rentables de cada sector, como el diseño de producto o la comercialización final, permanecieron eso sí en los polos industriales históricos, mientras que fueron los procesos de menor valor añadido y especialización los que se externalizaron a través de densas redes de subcontratas.
Asia y América Latina fueron los principales receptores de esa mudanza empresarial, pero otras regiones como Europa del Este, las economías más desarrolladas de África, Turquía o México también absorbieron la producción de algunas empresas de Norteamérica, Europa o Australia. El 82% de los empleados de los talleres que trabajan para Zara, por ejemplo, son asiáticos, mientras que el 12% son turcos y el 3% marroquís.
En las últimas décadas, lejos de parar, el proceso de deslocalización industrial global ha sufrido una nueva vuelta de tuerca. Los flujos convencionales desde Estados Unidos, Canadá, Europa, Japón o Australia hacia economías emergentes como México, India, China, Taiwán o Corea del Sur han sido complementados por una segunda fase en la que han entrado en acción países más periféricos como Pakistán, Bangladés o Vietnam.
A medida que China —conocida como «la fábrica del mundo»— y los cuatro tigres asiáticos —Corea del Sur, Taiwán, Hong Kong y Singapur— crecieron y desarrollaron su propia industria, encareciendo por el camino su mano de obra, sus empresas comenzaron a su vez a externalizar las funciones más elementales de la cadena de suministro como la producción o la confección de los productos. En otras palabras: la camiseta que antes vendía Zara cuenta ahora con una competidora china que también se encarga de diseñar y comercializar la prenda pero que recurre a terceros países para producirla.
El problema de todo ese entramado, aparte de la posible degradación de los derechos laborales o la explotación encubierta en países poco desarrollados, es la relación de dependencia que se genera entre los polos industriales y los centros de producción. La pandemia lo evidenció: solo hicieron unas semanas para que el mundo entrara en pánico ante la ausencia de mascarillas, cuya cadena de distribución controlaba China.
Esa integración global es aún más sensible en el caso de productos estratégicos como pueden ser los microchips. Si un Estado no controla todo el proceso de manufacturación, está expuesto a interrupciones y desajustes que pongan en peligro su suministro. China lleva años reforzando su industria nacional y consumo interno para reducir su dependencia de las exportaciones, un proceso de desacople que Occidente comienza ahora a plantearse ante la creciente agresividad de Pekín. La Ley para la Reducción de la Inflación (IRA, por sus siglas en inglés) de Joe Biden, que incluye subsidios para aquellas empresas que inviertan en tecnologías verdes desarrolladas en territorio estadounidense, es un ejemplo.
De esta forma, la deslocalización industrial podría dar paso a un periodo de desglobalización o repatriación de las cadenas de suministro. La lógica capitalista invita a pensar sin embargo que esa interdependencia global no desaparecerá, sino que mutará para dar lugar al friendshoring, una estrategia que consiste en fabricar y abastecerse solo de países alineados con la potencia industrial en cuestión.
La balanza comercial entre las tres grandes potencias es muy desigual. China domina el suministro, Estados Unidos importa grandes cantidades y la UE vive en equilibrio
Por Álvaro Merino
22 enero, 2023
El precio de los alimentos en el mundo ha crecido un 36,7% desde el comienzo de la pandemia. Algunos productos han duplicado su precio
Por José Luis Marín
15 marzo, 2022
Gastarse más del doble en una botella de aceite o pagar por dos sobres de azúcar casi lo mismo por lo que antes podías comprar tres. El precio de los alimentos ya se había disparado en todo el mundo durante la pandemia de coronavirus, pero tras la invasión de Ucrania por parte Rusia ha alcanzado niveles históricos nunca antes vistos. Así se puede comprobar en los datos que publica mensualmente la FAO (Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura), que alerta sobre el aumento descontrolado del coste de alimentos como los aceites vegetales o los productos lácteos.
Los datos del organismo internacional ―donde se incluyen los productos alimenticios más comercializados― muestran claramente una tendencia alcista, prácticamente ininterrumpida, en los últimos meses, cuando se han encadenado varias crisis a las que ahora se suma una invasión militar que ya se está haciendo notar en parte del mundo: entre marzo de 2020 y febrero de 2022, el precio de lo que se podría considerar una canasta básica ―lácteos, cereales, carne, etc.― ha crecido un 47,8%.
Y todo ello en un contexto en el que los efectos de la guerra sobre el coste de los alimentos todavía son parciales, ya que apenas se ha podido medir la repercusión del conflicto en los últimos días de febrero. Pese a esto, la FAO señala que la delicada situación en los puertos del mar Negro ya está afectando y generando incertidumbre sobre las exportaciones y las cadenas de suministros.
Una situación que no es de extrañar si se tiene en cuenta que Ucrania y Rusia son responsables de un cuarto de las exportaciones mundiales de trigo, mientras que su peso en las cadenas de suministros de maíz o aceite de girasol es todavía mayor.
La invasión de Ucrania, en cualquier caso, es solo el nuevo epicentro de la espiral de inestabilidad que desde hace meses afecta al comercio internacional y a sectores esenciales como el de la energía o el transporte, muy afectados por los desajustes entre oferta y demanda a partir de la pandemia de Covid-19.
De forma desagregada, los alimentos que más se han encarecido son el azúcar, que desde el comienzo de la crisis sanitaria (marzo de 2020) hasta hoy (febrero 2022) ha aumentado su precio casi un 62%, y los aceites vegetales, que lo han hecho un 136% en el mismo periodo. La subida también es muy pronunciada en los cereales, que hoy son un 47,7% más caros, mientras que los lácteos se han encarecido cerca de un 39% respecto a los valores que registraban hace dos años.
La inflación del precio de los alimentos que se ha registrado en el mundo en los últimos meses marca un nuevo récord en los registros de la FAO y supera los valores de hace una década, cuando la anterior recesión económica provocó una fuerte crisis alimentaria, y posteriormente social, en los países menos desarrollados.
Hoy, los factores de riesgo se han diversificado y pueden provocar que los problemas se alarguen en el tiempo: más allá de los niveles de producción y exportación, que la FAO colocaba en niveles altos para el 2022 antes del comienzo de la guerra en Ucrania, la subida del precio de los alimentos sigue muy vinculada a lo que está ocurriendo en sectores muy tensionados como el energético o el de los fertilizantes. A esto se une un descenso en la producción de cereales en los países de bajos ingresos y con déficit de alimentos, principalmente debido a los conflictos y a fenómenos meteorológicos extremos.
Muchos países de Oriente Próximo y Asia, como Egipto o Indonesia, importan gran parte de su trigo desde Rusia y Ucrania
Por Álvaro Merino
14 marzo, 2022
Rusia tiene un peso muy destacado en la exportación internacional de materias primas como el níquel, el gas, el trigo o el petróleo
Por Álvaro Merino
1 marzo, 2022
La guerra de Ucrania no la van a pagar solos los ucranianos. Los rusos, para empezar, también tienen que hacer frente a la asfixia económica y comercial con la que la Unión Europea y la OTAN están castigando el ataque de Moscú. Y para continuar, esa espiral de sanciones va a provocar del mismo modo que la cadena de suministros global vuelva a tensarse y que la disponibilidad de varias materias primas cuya exportación depende en parte de Moscú, como el níquel, el trigo o el gas, se vea comprometida.
En otras palabras: tú también vas a pagar la invasión de Ucrania, sobre todo si vives en Europa, y actos tan cotidianos como echar gasolina, hacer la compra o encender la calefacción van a estar determinados por lo que ocurra a cientos de kilómetros. La Unión Europea ha decidido actuar con contundencia contra su «gasolinera», como la definió Josep Borrell, jefe de la diplomacia europea, y eso tiene un coste.
De hecho, inmediatamente después de que la invasión comenzara, el precio del barril de brent superó los cien dólares, algo que no ocurría desde 2014. El gas natural, por su parte, se encareció hasta un 62% en Europa y los precios de los futuros de trigo registraron su nivel más alto desde 2008. El impacto era inevitable: Ucrania y Rusia son grandes productores de hidrocarburos, minerales y cereales, y si la primera se ha visto obligada a detener su producción a causa de la guerra a la segunda se le hará más difícil satisfacer la demanda externa a medida que el conflicto escale o las sanciones aumenten, provocando una subida de precios generalizada.
En el plano energético, Rusia es responsable del 18% de las exportaciones globales de gas natural, el 14% de las de carbón y el 11,3% de las de petróleo, según datos de 2019 del Observatory of Economic Complexity (OEC). Es, además, el principal proveedor de Europa, que le compra el 40% del gas natural y el 25% del petróleo que necesita, una dependencia que ha llevado a Bruselas y los Veintisiete a dejar la energía fuera de los primeros paquetes de sanciones. Pero si la guerra se recrudece y la Unión Europea se ve obligada a aumentar la tensión, el precio de la energía podría volver a marcar nuevos récords, disparando la inflación y dificultando la recuperación económica del club comunitario.
Más allá de la energía, el encarecimiento de materiales clave en cuyo comercio global Rusia tiene un gran peso, como el níquel, el paladio, el platino o el aluminio, pondrá en apuros el sector industrial, que llevan dos años luchando contra los efectos de la pandemia. Además, Rusia y Ucrania aportan conjuntamente más de un cuarto de las exportaciones globales de trigo —y más del 70% de las importaciones de Egipto y Turquía—, un quinto de las de maíz y un ochenta por ciento de las de aceite de girasol.
Por si fuera poco, Rusia también domina, junto con Bielorrusia, la producción de varios tipos de fertilizantes, lo que contribuirá a estresar las cadenas de alimentos globales, sin olvidar el precio de nuevo de los combustibles fósiles, que elevan el coste de producción de casi cualquier producto.
La invasión de Ucrania y las sanciones con las que ha respondido Occidente están afectando de lleno a los ciudadanos europeos, que cada vez que encienden la calefacción o repostan gasolina se acuerdan de las ambiciones imperialistas de Vladímir Putin. El precio de la energía, en efecto, está descontrolado desde que las tropas rusas pisaron Ucrania, pero los combustibles fósiles no son ni mucho menos la única materia prima cuyo suministro se ve amenazado por la guerra.
La seguridad alimentaria es el otro gran foco de preocupación, aunque en su caso son Oriente Próximo, el Magreb y Asia las regiones que más están sufriendo las consecuencias de la guerra. En 2019, Rusia (18,4%) y Ucrania (7,03%) exportaron un cuarto del trigo mundial, según el Observatory for Economic Complexity (OEC), y países como Egipto, Turquía, Túnez o Marruecos, en cuyas dietas este cereal tiene un rol protagonista, dependen enormemente de su producción.
El precio del trigo ya ha aumentado un 35% desde el comienzo de la invasión de Ucrania, y eso que la cosecha de 2021 sigue copando el mercado, pero el gran desafío es a futuro. El Gobierno ucraniano ya ha prohibido la exportación de trigo, avena y otros productos alimenticios para evitar una crisis aún mayor dentro de sus fronteras. Y si Rusia sigue sometiendo por la fuerza la región sureste de Ucrania, la que concentra las plantaciones de trigo del país, muchos agricultores tendrán casi imposible mantener unos niveles mínimos de producción.
Según la FAO, cerca del 30% de las zonas de cultivo de Ucrania ya no se cosecharán este año debido al conflicto. Y a ello hay que añadir la posible caída de Odesa, la puerta de Ucrania al mar Negro y la principal vía de salida de su exportación de trigo, en manos rusas.
Por países, Egipto es el mayor importador de trigo del mundo y el que tiene más peso económico en las exportaciones de Rusia y Ucrania, de donde proviene un 70% del trigo que se consume en el país. Otros Estados con una enorme dependencia del trigo ruso y ucraniano son Azerbaiyán (85% de las importaciones), Turquía (74%), Túnez o Bangladesh (54% en ambos casos).
Algunos de estos países todavía cuenta con reservas para algunas semanas, pero el aumento de precios y la presión sobre las cadenas de suministro, de por sí muy tensionadas desde el comienzo de la crisis sanitaria del coronavirus, ya se están haciendo notar. La alternativa, que pasa por traer el trigo de otras zonas como Norteamérica y Latinoamérica, puede ser una solución más factible para los países con acceso al Mediterráneo, aunque parece complicado que sea suficiente para cubrir una caída de las importaciones provenientes de Rusia y Ucrania.
En lo que respecta a la Unión Europea, cerca de la mitad de su consumo de trigo proviene de Ucrania, origen también de muchos productos para alimentación animal o aceites vegetales ―Kiev controló en 2019 el 46% de las exportaciones de aceite de girasol―. Y España, sin ir más lejos, le compra el 22% del maíz con el que alimenta al ganado.
En los últimos años, el peso los hidrocarburos en las exportaciones de Rusia le ha garantizado una balanza comercial positiva con la UE y Ucrania
China y la Unión Europea son el destino de más de la mitad de las exportaciones de Rusia. La parte occidental del país se vuelca al comercio con la UE, mientras que la oriental tiene a la potencia asiática como principal cliente
Por Abel Gil
17 noviembre, 2022
Los subsidios y el desacople con China no están acabando con el comercio internacional, sino transformándolo. India y México son algunos de los nuevos destinos productivos
Por Álvaro Merino
12 marzo, 2023
El precio del transporte marítimo de alimentos como los cereales o las semillas de soja ha aumentado un 155% desde el comienzo de la pandemia
Por José Luis Marín
26 octubre, 2021
La imagen se ha repetido en muchos lugares del mundo: decenas de barcos, cargueros en su gran mayoría, se agolpan durante días frente a algunos de los puertos comerciales más importantes del mundo, creando una suerte de caravana marítima que es perceptible desde varios kilómetros de distancia. Varios meses después de que se detectaran los primeros síntomas de colapso y de episodios como el atasco en el canal de Suez, la crisis del transporte marítimo ya es una realidad palpable para la mayoría de las cadenas de suministro por mar, por donde pasan cerca del 90% de las mercancías que se mueven en el mundo.
Pocos productos han logrado aguantar las turbulencias: automóviles, juguetes o dispositivos tecnológicos llegan con varias semanas de retraso a su destino, mientras que materias primas como la madera, el acero o el aluminio escasean y se encarecen con el paso de las semanas. Ni si siquiera el transporte de alimentos, fundamental para la subsistencia de muchos países, se ha librado de esta situación.
Así se puede comprobar en los datos del Consejo Internacional de Cereales, que actualiza semanalmente el precio del transporte marítimo de alimentos como los cereales o las semillas oleaginosas ―soja, girasol, colza, etc.―. Desde el comienzo de la pandemia, en marzo de 2020, los precios de flete de estos productos básicos ha crecido un 155% a nivel internacional, aunque existen algunas rutas donde los costes han llegado a aumentar por encima de esa cifra.
Así, por ejemplo, las rutas de exportación que parten del mar Negro hacia lugares como Europa, Egipto o el Magreb han sufrido un aumento de los costes de flete del 174%. Es decir, más de tres veces más altos que hace unos meses.
En total, la organización comercial incluye en su índice cerca de setenta rutas comerciales de exportación clave, pero también registra subíndices centrados en algunas zonas con gran tráfico comercial, como la costa del Golfo de Estados Unidos, El puerto de Ruan en Francia, o la región del Up-River en Argentina. En todas ellas se ha registrado un aumento muy destacado de los precios de flete en los últimos veinte meses.
Este encarecimiento del precio del transporte marítimo de alimentos se enmarca dentro de una crisis más amplía que está complicando sobremanera la reactivación del comercio mundial tras más de año y medio de crisis sanitaria. El efecto dominó ha sido demoledor: el cierre de fábricas y fronteras, junto con las fuertes limitaciones a la movilidad, provocó un aumento del ahorro global; la reapertura, junto con los estímulos fiscales, ha llevado meses después a una fuerte demanda de bienes difícil de cubrir. El resultado es una escasez alarmante de materias primas y otros productos de alto valor añadido como los microchips, así como un alza general en los precios de la energía y del transporte.
En el caso concreto de los alimentos, el aumento de los costes de transporte también se está viendo reflejado en los precios finales de muchos productos básicos, que también se han encarecido de forma exponencial en los últimos meses. Según datos de la FAO, el precio de la canasta básica de alimentos ―donde se incluyen aceites, cereales o lácteos― ha crecido casi un 37% a nivel global desde el comienzo de la pandemia.
De nuevo, esta situación esta provocando una reacción en cadena de consecuencias preocupantes. Mientras que los países ricos acumulan grandes cantidades de stock alimenticio por miedo a la escasez, casi mil millones de personas sufren inseguridad alimentaria grave en el mundo, una cifra récord.
Las rutas comerciales marítimas son un elemento clave para la economía global. Conectan sobre todo tres puntos: Asia-Pacífico, Europa y EE.UU
Por Joaquín Domínguez
7 diciembre, 2021
En nuestro mundo de hoy, la inmensa mayoría de las mercancías que se mueven en el mundo viajan por mar. Es por ello que las rutas comerciales marítimas se han vuelto elementos de enorme importancia para el correcto funcionamiento de la economía global, con todas las consecuencias que ello tiene en ámbitos como el de la geopolítica o la economía.
Los puertos más importantes del mundo están concentrados sobre todo en la zona de Asia-Pacífico, y en concreto en China. Fuera de esta región existen polos relevantes en Europa, caso del puerto de Róterdam, o en América del Norte, con las instalaciones de Los Ángeles en la costa oeste. No debería extrañarnos, ya que las principales rutas comerciales se basan en conectar estos puntos entre sí.
Las economías asiáticas, tradicionalmente orientadas a la exportación, envían su producción a grandes mercados de consumo, véase Europa y Estados Unidos. En este triángulo se crean tres rutas principales: la que viaja desde Asia a Norteamérica a través del Pacífico —que es bastante directa y no acarrea demasiados problemas—; la que transita entre Asia y Europa, teniendo que recorrer todo el océano Índico y el Mediterráneo y para la que China ha desplegado ambiciosas estrategias como el Collar de perlas o la Nueva Ruta de la Seda; y por último aquella que conecta la región norteamericana con Europa.
Junto a esto, también destacan las rutas comerciales que parten del golfo Pérsico y que se ramifican tanto a Asia como a Europa y que transportan, sobre todo, hidrocarburos —gas y petróleo—, fundamentales para el abastecimiento de la regiones que no cuentan con yacimientos de combustibles fósiles.
Además, en esta situación también existe otro elemento clave: los llamados chokepoints, aquellos estrechos por los que circula una gran cantidad de mercancías. Esto los convierte en cuellos de botella para el comercio mundial y en lugares donde las rutas que pueden verse interrumpidas en caso de conflicto o si sucede algún accidente a gran escala, como sucedió en el Canal de Suez en marzo de 2021. Algunos de los chokepoints más importantes a escala mundial son el estrecho de Malaca —frente a Singapur—, el de Ormuz, Bab el Mandeb, el de Panamá o el propio canal de Suez.
22 noviembre, 2021
por Juan Vázquez
La crisis de suministros pone de relieve los problemas del just-in-time o justo a tiempo, el modelo logístico de la globalización comercial que prioriza reducir costes frente a la seguridad y el medioambiente. Las políticas para asegurar el suministro y el impacto del cambio climático anticipan un cambio profundo.
Los problemas en la cadena de suministro no paran de crecer. El primer aviso llegó con la escasez de material sanitario al inicio de la pandemia. A mediados de 2020 comenzaba la crisis de los chips, que hacía que no hubiese PlayStation 5 o que las fábricas de coches cerrasen. Por si fuese poco, a principios de 2021 un buque portacontenedores bloqueaba el canal de Suez, poniendo en jaque un transporte marítimo que ya sufría atascos. Después, los precios de la energía, las materias primas o los alimentos se dispararon, y en el Reino Unido las estanterías de los supermercados se vaciaban. Los problemas ahora ya se extienden a todos los sectores y regiones: están en peligro desde los regalos de Navidad hasta la seguridad energética.
En gran medida, esta situación se debe a la desigual recuperación de la pandemia. El fuerte impulso del consumo en los países desarrollados gracias a las vacunas y a los estímulos económicos contrasta con el débil apoyo gubernamental y los bajos ratios de vacunación en los países de bajos ingresos